Tiempo para trabajar, tiempo para descansar, tiempo para contemplar…

 

Hay tiempo para todo. Debe haber tiempo para todo. Pero lo primero es apreciar la realidad de que el tiempo está ahí para nosotros. Tenemos tiempo. Decir esto es, en muchos casos, algo parecido a decir: tenemos reloj. Algunos pueden pensar que cuando no había reloj la gente no sabría si tenía tiempo, pero es falso. Antes del reloj de pulsera había relojes de arena y también de sol y, sobre todo, un sexto sentido para saber, casi intuitivamente, que era tiempo de descansar, que era el momento para rezar, que era el momento para la familia.

Ahora sabemos qué hora es, pero nos cuesta más identificar con eficacia qué es lo que yo tengo qué hacer cuando se pone el sol, qué tengo que hacer cuando amanece. Las horas, los días, las semanas, tienen un sentido, tienen un valor propio, y nosotros, que no somos animales –que solo comen y duermen-, sino que hacemos muchas más cosas, debemos dedicar cada tiempo para lo que corresponde.

Suspirar todo el año por el descanso es destemplanza. Dedicar todo el tiempo de vacaciones a vagar por la playa es pobreza de espíritu. Dedicar 10 o 12 horas diarias al trabajo profesional es casi siempre cobardía para enfrentarse al desorden. Dedicar toda la mañana del domingo a dormir, porque “hay que recuperar” es haber perdido el norte, el sentido último de la vida.

El descanso es contemplación, no es dormir. El trabajo es servicio, no es, sin más, enriquecimiento. Hay un tiempo para la familia, diario, de acompañamiento, de educación, de oración, de cariño tranquilo, sin prisas. Hay, antes que nada y sobre todo, un tiempo para Dios, todos los días, pero sobre todo un día cada semana, porque si perdemos de vista que el domingo es sagrado quiere decir que estamos perdiendo la idea misma de nuestra existencia –comprendido el trabajo, el ocio, la familia, la amistad, la contemplación-. No hay nada más importante que hacer un domingo que dar gloria a Dios, sobre todo en la celebración eucarística, pero también en el descanso y la vida de familia.

Dice Pieper (2015, p. 64) que “la auténtica carencia existencial del hombre actual sería su incapacidad de celebrar una fiesta de una manera verdaderamente festiva”. Y esto ocurre cuando se pierde “el culto de alabanza y de la adoración divina, esto es la expresión más elevada posible de la aceptación de la realidad por parte del hombre”.

“Hay un tiempo para llorar, y un tiempo para reír; un tiempo para estar de luto, y un tiempo para saltar de gusto” nos dice el Eclesiastés (3, 4). Pero hace falta tener un orden. Eso supone dominarse, tener templanza, para no dejarse llevar por “lo que pide el cuerpo”,  que es simple esclavitud y, por lo tanto, tristeza. Aprovechar las vacaciones supone, por ejemplo, levantarse pronto. ¡Cuántas cosas provechosas pueden hacerse en el frescor de la mañana! Lleva consigo un orden para las cosas normales. La lucha produce eficacia y la paz interior de haber hecho algo útil. La pereza es siempre un pecado capital, se le llame como se le llame.

Qué pena perder el tiempo. Y perder el tiempo es quedarse delante de la televisión viendo una de esas series funestas, que no aportan nada para la vida interior de las personas, en lugar de leer un buen libro o dar un paseo contemplando la naturaleza. Perder el tiempo es dedicarse al videojuego –niños, jóvenes o mayores, lo mismo da- en lugar de estar tranquilamente con los amigos, comentando las últimas  noticias. Perder el tiempo es navegar sin rumbo por la red, con gran peligro de naufragio.

Descanso no es pasividad, y un verano bien aprovechado, con actividades múltiples, produce alegría y deseos de contarlo al regreso. El esfuerzo por realizar lo costoso es distinto en vacaciones que durante el curso, pero es lo que nos sirve para realizarnos como personas y como cristianos.

 

Ángel Cabrero Ugarte

Pieper, J., “Sólo quien ama canta”, Ed. Encuentro 2015