Él sentía la presión que oprimía todo su cuerpo no dejándole correr detrás de su amada. Apolo, encerrado en el bloque de mármol, se moría por salir al mundo y poder abrazarla, cuidarla, tenerla siempre con él. Tenía la imperiosa necesidad de protegerla, parecía que el corazón iba a estallarle si no conseguía verla. Entonces empezó a notar el aire en sus pies, que se descubrieron en una posición dinámica. Sus piernas con los músculos contraídos por el esfuerzo, sus cabellos alborotados y sus ojos perdidos. Fue sintiendo su cuerpo entero: sano, fuerte, viril. La mano izquierda estirada buscándola a ella desesperadamente, encontrando al fin el cuerpo de la mujer que siempre amaría...
Dafne, horrorizada, se refugiaba en la enorme piedra. Lloraba desconsolada hasta que se sobresaltó al notar sus pies enraizándose en la base de su escultura. Huía desesperadamente de aquel hombre que la perseguía. Temblando empezó a sentir sus piernas esbeltas encorsetándose en un manto de corteza. Abrumada, sintió cómo aquella mano ardiente se aferraba a su cintura y desesperada gritó. Sus largos cabellos: lánguidos. Finalmente, sus brazos alzados en busca y petición de ayuda culminaban como la copa de un hermoso laurel que corona con sus hojas cada uno de sus dedos.
La imagen tremendamente dramática que representaban los dos quedó sumida en el frío de la roca metamórfica.
Bernini sonrió al contemplar su obra y, sin más detenimiento, se marchó. Dejándolos a ellos congelados en el tiempo, en una eterna agonía.
Ana Vidal Fernández