Estábamos en Berlín, en la Isla de los museos, un día fantástico, poco frecuente en esta ciudad y, en general, en el norte de Alemania. Sol y buena temperatura hacían que el parque de esta zona emblemática de la urbe estuviera muy concurrido. Muchos tumbados en el césped, al sol, atesorando lo que es escaso, para el resto del año, otros en la sombra, en cómodos bancos junto al río, leyendo. Otros paseando al perro, que también “tienen derecho” -dirían algunos-. Nosotros, entre museo y museo -habíamos visitado a la Nefertiti y queríamos ver el museo de Pérgamo- tomando un bocadillo.
En medio de esta situación placentera, disfrutando del ambiente veraniego y de la música de un cantautor incansable que se dejaba oír desde lejos, de pronto vemos que se acercan bastantes jóvenes al lugar donde estábamos, casi en la orilla del rio, en una sombra. Lo primero que pensé es que era algún grupo de turistas que se dirigían a los museos, pero enseguida me di cuenta de que iban todos callados, todos mirando a su móvil, a paso decidido, no rápido, sin mirar el camino ni valorar el ambiente. Eran jóvenes, pero no niños, de veintitantos y trentaitantos.
De pronto caí en la cuenta: buscaban pokemones. ¡Sorprendente! Había oído hablar del fenómeno y eso me permitió darme cuenta de lo que pasaba, pero la impresión fue grande. Iban llegando chicos y chicas, muy serios, como si estuvieran realizando un servicio importante a la Humanidad, a lo suyo, como si les fuera la vida en ello. Iban llegando más y más, justo a lugar donde nos encontrábamos con nuestro bocadillo. En ningún momento se hablaron entre ellos. Algunos venían de tres en tres o de dos en dos, pero no se hablaban. Llegó una pareja, chicho chica de unos 25 años, juntos, pero sin hablarse.
Era un silencio sobrecogedor, que casi no encontramos ni en las iglesias. ¡Mira que hace falta empeño para que no hablen en clase, en la universidad! Aquí estaban en un lugar de esparcimiento, en un día ideal para estar, para hablar, para sentir la naturaleza, pero estos cazafantasmas no estaban para nadie, aunque eran muchedumbre. Llegaban de diversas direcciones y estuvieron un rato en el que no inspeccionaron el terreno ni apreciaron el atrayente parque. Solo estaban para su móvil. ¿Se puede pensar en algo más absurdo? Salir de casa, ir al parque en un día fantástico y no mirar más que al móvil…
Me acordaba de unas palabras del Papa Francisco: “El encuentro es otro signo cristiano. Una persona que dice ser cristiana y no es capaz de ir al encuentro de los demás, no es totalmente cristiana. Tanto el servicio como el encuentro requieren salir de uno mismo: salir para servir y salir para encontrar, para abrazar a otra persona” (Homilía 31-V-2016). Viendo este grupo de individuos notaba cierto desasosiego. ¿Cómo es posible que todos estos jóvenes -ya con cierta edad- se dediquen a “jugar” -ya tiene bemoles-, se encuentren con otros muchos que juegan a lo mismo y no cambian ni un saludo?
Poco después fueron desapareciendo, sin dejar de mirar a sus móviles, sin observar, ni de reojo, a los que estaban allí. Como no sé nada de ese juego, no sé si entre ellos se consideran contrincantes, adversarios, pero en todo caso no recuerdo otra recreación tan antisocial, tan egoísta, tan cerrada. Y no son niños, que ya se sabe que van bastante a lo suyo. Pero tuve la impresión de que, sin serlo por la edad, sí que eran infantes en la madurez, individuos aislados en medio de la muchedumbre. Y me dio pena.
Ángel Cabrero Ugarte