Luces
Más allá de los altos pasillos y salas vacías, en el salón más oculto de la casa, la chimenea está apenas encendida; las ascuas tiemblan con las corrientes. Las lámparas de gas y petróleo apagadas y vacías. Los libros que trajeron al cerrar la imprenta, pardos y húmedos, están apilados junto a las paredes como murallas contra el frío. Las gruesas y oscuras cortinas se balancean cerradas, como ocultando el tintineo de los cristales tambaleados por las gotas de lluvia y el viento. Solo una alfombra en el suelo de madera gris.
Una vela alumbra el rostro de la figura de la esquina. En una silla de paja, enfrentado a una pequeña mesa y a un folio amarillento, el padre está encorvado con una pluma en la mano. Una gota negra cae en el papel; la pluma sigue distante. Los ojos no parpadean, ahora se fijan en la gota negra que se seca y fija poco a poco en el papel. Acompaña la caída de la pluma con la mano. Su cabeza cae rendida sobre sus palmas ocultando su rostro, todo sigue oscuro. Algunos rayos de luz entran entre sus dedos. Una gota cristalina cae sobre el papel, permanece unos instantes y se difumina en el amarillo firmamento.
Una vela ilumina tenuemente el blanco rostro y la temblante figura, en una silla la madre está terminando de deshacer dos jerséis; las agujas la esperan en una vieja cesta. En la mesa un viejo manual abierto. Sobre el regazo una manta marrón.
Cerca de la chimenea, sobre la alfombra, calentados por el fuego, un jersey mitad blanco, mitad marrón y otro de tres tonos de rojo, dos niños juegan distraídos. Otro está sentado a los pies de la madre haciendo un ovillo con la lana que, a medida que cae de las manos de la madre, se va haciendo más oscura.
La madre levanta la vista, el fuego parece disminuir. Sigue el juego de los dos niños unos segundos, se levanta agarrando la manta y extendiéndola en el aire mientras avisaba de la venida de la bruja, los cubre con la manta. Los niños chillan y ríen. La niña del ovillo sonríe.
Por la puerta aparece la criada, mayor, con los ojos húmedos, y una pequeña maleta en la mano.
Se acerca lentamente, uno a uno. Solo se oye la respuesta de la madre: “Por supuesto que te volveremos a llamar”. Al llegar al padre solo le posa la mano en la espalda unos segundos.
Besa a los niños. Cruza los pasillos. Parece resistirse, va despacio. Atraviesa por última vez la puerta de la calle. En ocasiones dos manzanas parecen un abismo.
Las casas se levantan blancas e indiferentes a los lados, los continuos golpes de las gotas de lluvia hacen a muchas calles insensibles. Un ligero alboroto parece mantener ocupada a la ciudad. La criada suspira y una ráfaga de viento que corre por la calle eleva veloz el vaho y, superando la lluvia, atravesando las gotas que estallan en las flores de las ventanas, sigue subiendo.
Sigue subiendo, apoyado en el anaranjado pecho de un alegre pinzón, que anuncia el final de la tormenta, sigue su ascenso. La lluvia parece pausarse y el cielo parece aclararse, el agua transparente se agrupa y se desliza hacia abajo, a lo lejos el mar rizado de blanco, las calles con sus árboles verdes, los jardines cubiertos de flores. De repente una espesa niebla gris, fría; volátil.
La ráfaga de viento la remueve y despeja. El calor vuelve, el sol brilla poderoso en lo alto del cielo. Devuelve el color a todo lo que alcanza, penetra hasta los huesos y los templa.
Resplandece y calienta, ilumina y revive, guía y fortalece.
Fernando García de Castro (4º de Magisterio - Educación Primaria).