Han pasado ya unos años desde que el filósofo americano Alasdair MacIntyre publicara su libro "Tras la virtud" (1985) con el provocó un intenso debate intelectual, pues tenía la valentía de revindicar una de las claves de la ética y de la más antigua tradición filosófica griega, acerca de la consecución de la felicidad a través del ejercicio de las virtudes: "la persona virtuosa es la medida viviente del bien, porque para ella el bien aparente es también el bien en verdad y en sí mismo" (66).
Precisamente, dentro del extenso y fecundo Pontificado de san Juan Pablo II se publicó en el año 1993, uno de los documentos más esclarecedores de la teología católica que fue la Encíclica Veritatis splendor acerca de las relaciones entre verdad y libertad y por tanto de los fundamentos racionales del orden moral.
En ese documento del papa, entre otras cuestiones se abordaba, la necesidad de recuperar filosóficamente y teológicamente las virtudes cristianas y teologales para iluminar la vida de los cristianos: "La virtud no concierne solamente al aspecto subjetivo de la interioridad, ni al aspecto objetivo de la ejecución: hace buenos al mismo tiempo al que actúa y a sus acciones" (76).
Precisamente, cuando en el catecismo universal de la Iglesia Católica publicado en 1997, debía abordarse la vida moral del cristiano, arrancaba su discurso con un sugerente título: "la vida en Cristo". Efectivamente, el obrar humano y cristiano tiene como objeto amar e imitar a Jesucristo. Por eso se puede decir que: "El núcleo de las virtudes es el amor" (79).
Es más, se trata de vivir una vida con Jesucristo, de ahí el carácter central, Cristo céntrico de la moral cristiana, como subraya Livio Melina en uno de sus más profundos trabajos realizado al frente del Instituto Juan Pablo II de la familia que ha dirigido acertadamente durante tantos años: "La referencia a Cristo es fundamental para una comprensión del hombre como tal y no sólo como cristiano: es decir, para todo hombre que quiera entender su ser, su vocación, y por lo tanto, el sentido último de su obrar" (159).
Además Melina nos recordará que Dios ha tomado la iniciativa: "La caridad, como amistad con Dios, es posible sólo si Dios toma graciosamente la iniciativa hacia el hombre. Es por medio de la gracia sobrenatural como tenemos la caridad, forma y madre de todas las virtudes" (80).
Precisamente, lo que subrayan los Padres de la Iglesia (194), como san Ambrosio, es la necesidad del diálogo de la oración: "La nueva ley, que tiene su magna charta en el Sermón de la Montaña, y que actúa en nosotros por medio del don del Espíritu, especifica la condición final y definitiva del mandamiento: es interiorizado como un nuevo instinto, que permite adherirse a cada sugerencia del Espíritu y a cada consejo de Cristo, que nos habla como un amigo" (167).
José Carlos Martín de la Hoz
Livio Melina, Participar en las virtudes de Cristo, ediciones cristiandad, Madrid 2004, 279 pp.