Es cada vez más común encontrar gente hablando sola por la calle. Ya, ya sé que se supone que habla con alguien a través del pinganillo, pero yo lo que veo es tontos que hablan solos. Si al menos se les viera notoriamente el artefacto de comunicación… Pero muchas veces ves a alguien gesticulando de modo desmedido y hablando en voz muy alta, como si quisiera que yo me enterara del enfado -si dijera “cabreo” se marcaría mejor la gravedad, pero no me gusta- del enfado tan grande que tiene con su jefe o con su hermano. Quizá lo peor es cuando habla ella con su madre, porque entonces hablan de los defectos del marido.
Y nos enteramos todos.
Eso, esa charlatanería ante el micrófono, donde no consta qué cara tiene el interlocutor y si, incluso, ha dejado su pinganillo en la mesa y sigue trabajando, eso no es diálogo. Para dialogar hay que ver la cara a la otra parte. Y para dialogar, antes que nada, hay que saber escuchar, y eso, hoy por hoy, se presenta mucho más complicado. Hacen falta virtudes indispensables para que haya verdaderamente diálogo. Virtudes que no se ofrecen habitualmente en el mercado, que no son bien vistas en nuestra sociedad.
Fernando Sarráis, médico, psiquiatra y psicólogo, ha escrito diversos libros sobre estos temas, pero uno en concreto que he tenido el gusto de leer, se llama así, tal cual: “El diálogo”. Es el típico libro de autoayuda. Correcto, interesante, con consejos debidamente enumerados y explicados. Habla de algunos aspectos varios del diálogo, pero me parece que no hay ni color sobre la importancia que tiene el diálogo entre esposos que el diálogo padre-hijo. Este último es conveniente para que haya entendimiento en la familia, pero la realidad es que los interlocutores están a niveles muy distintos.
Otra cosa es hablar de diálogo en el matrimonio -o, previamente, en el noviazgo-. Aquí la temática es imprescindible y urgente. Si en el noviazgo no hay mucho diálogo y entendimiento, quiere decir que no puede haber matrimonio. No hay que empeñarse, hay que dejarlo. Esa es la fase más sencilla y la que pone el fundamento. Solo a partir de ahí se puede construir una unión que es para toda la vida. A partir del “si quiero”, a partir del consentimiento, es imprescindible construir, día a día, sin dejarlo para mañana.
En el noviazgo puede persistir cierto pudor, un escondrijo de intimidad disimulada, porque todavía no hay un sí para siempre. Cuando la boda se acerca hay que ir limpiando rincones, si no queremos que luego salgan ratas. Y una vez que la unión es definitiva el diálogo no es conveniente, es imprescindible, y diario. Hay que hablar constantemente de las cosas que pasan, de las cosas que cuestan, de las cosas que “quizá” podríamos ir mejorando. Hace falta muchísima humildad. Y que levante el dedo el que piensa “yo soy muy humilde”.
Hay que tener fortaleza, prudencia, cariño, y dosis importantísimas de humildad para que el diálogo sea fluido y constructivo. Hace falta vida interior, porque solo de esa vida interior que surge de la oración pueden salir disposiciones de escucha, de comprensión, de paciencia, en definitiva, de amor, que permiten escuchar, esperar y amar con todo el corazón a la otra persona, con quien quiero vivir toda mi vida. No esperes que aprenda el otro. Aprende tú y ya hemos ganado al menos el 50%.
Ángel Cabrero Ugarte
Fernando Sarráis, El diálogo, Teconté 2018