Página 220
Tuve cuidado para no introducir el pie entre coche y andén, y subí al segundo vagón como todos los martes. Me senté en el segundo sitio del segundo bloque de asientos y abrí el libro que llevaba leyendo dos semanas. Me dejé absorber por los conflictos y aventuras de los héroes que conocía ya casi como hermanos y me perdí entre las sendas trazadas con letras, espacios y signos de puntuación.
Una fuerza, no sé si magnética o algo más física como el arrojo del mar, me expulsó de mi ensueño y me hizo levantar la vista.
Leía un libro. Le brillaban los ojos y una media sonrisa surcaba su rostro.
Justo a la vez que la voz metálica anunciaba la siguiente parada, exclamó una suave carcajada y levantó la mirada para encontrarse con la mía. Durante unos instantes, el tiempo se estrechaba y expandía sin ninguna lógica mientras nuestras pupilas se conocían. Tenía las pestañas espesas y los ojos aceitunados, llenos de historias.
El sonido de las puertas abriéndose devolvió el tiempo a su compás habitual y desvió las miradas. El chico se soltó de la barra y, sin cerrar el libro, se deslizó por el hueco que se había abierto en el vagón, dejando su aroma con aquel movimiento. Sentí ganas de salir tras él, pero sabía que las puertas se cerrarían delante de mis narices justo en el momento en el que él se giraría para volver a por mí. Para evitar tan trágica escena, simplemente permanecí sentada, respirando el recuerdo de su esencia. Aunque era febrero, olía a verano: a cloro, crema solar y yerba seca.
Mientras su recuerdo se disolvía con su fragancia, comprendí que las historias de amor pueden durar toda una vida, 220 páginas, o los dos minutos entre las estaciones de Callao y Gran Vía.
Autora: Clara González Rodríguez (4º de Comunicación Audiovisual)