El principio de responsabilidad

 

En el interesante trabajo del filósofo alemán Wolfram Eilenberger sobre los grandes filósofos de los años 1919-1929, se detiene especialmente en la personalidad y en el magisterio del filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951), fallecido en Cambridge, donde había presentado en 1929 su Tesis doctoral, el Tractatus logico-philosophicus, que había sido publicando unos años antes.

Entre las muchas cuestiones que aborda el autor acerca de la filosofía del lenguaje de uno de los grandes pensadores del siglo XX, hay una particularmente novedosa y es la faceta de Wittgenstein como maestro de escuela y los años transcurridos en pequeños pueblos de las montañas austriacas enseñando a niños y niñas las primeras letras.

Una de las aportaciones pedagógicas que realizó Wittgenstein fue la elaboración casera primero y luego editada de un diccionario de 3000 palabras para las escuelas primarias de modo que el propio alumno pudiera corregir sus redacciones (249).

En la elaboración y desarrollo de la elaboración de ese diccionario, el autor de este estudio introduce un asunto del máximo interés: el modo de inculcar en los alumnos “el principio de responsabilidad” (248-250).

En efecto, introduce la cuestión haciendo un resumen de algunas de las propuestas que tenía en la cabeza constantemente en su quehacer educativo: “Sería un tipo raro, pero como pedagogo en un medio rural, Wittgenstein tenía ideas claras e ideales educativos: conocerse a uno mismo tal como uno es, saber lo que verdaderamente quiere, experimentar aquello de lo que es capaz y evitar en lo posible hablar sin sentido y los errores de lógica. Lo que se pueda decir, puede decirse sin tapujos. La práctica triunfa sobre la teoría. Y si hay en la Tierra algo que salvar y Sabra, es la propia alma, no el mundo entero” (248).

Enseguida, hay que hacer notar cómo esos objetivos, al igual que lo había logrado en la redacción de su libro, el Tractatus, se van apoyando y sustentando unos en otros, hasta convertir a aquellos jóvenes en verdaderos hombres libres, pues serían responsables.

Efectivamente, al enumerar esos objetivos pedagógicos, termina por ordenar la responsabilidad y dirigirla a la búsqueda de la personal conversión, evitando el complejo de Atlas que sería sentirse responsable de lograr la conversión de todos, del mundo entero.

Indudablemente, estaba atrapado en su pedagogía diaria por su concepción de “guía de la juventud”, por las ideas habituales de la meritocracia, de la selección de los mejores alumnos y, por supuesto de las indicaciones educativas del ministerio austriaco de Educación sobre la socialdemocracia imperante (249).

Es interesante que en el prólogo de su libro “Diccionario para las escuelas primarias” haya deseado subrayar la importancia de la responsabilidad personal: “es absolutamente necesario que el alumno corrija él mismo su redacción. Debe sentirse el único autor de su trabajo, y por tanto, único responsable de él. Si el propio alumno lo corrige, dará al maestro una idea de sus conocimientos y sí inteligencia”.

Es interesante, el final de la frase, pues, de alguna manera está el alumno corrigiendo al profesor, pues le está abriendo luces sobre su responsabilidad acerca de la enseñanza a sus alumnos.

Finalmente, el diccionario fue publicado unos meses después de su elaboración, en otoño de 1826, y, sobre todo, de haberlo hecho y encuadernado con sus alumnos, pero Wittgenstein no pudo comprobar si funcionaba, pues un desgraciado accidente de disciplina escolar le había llevado a pedir, en abril de 1926, la dimisión como maestro y, tiempo después, en 1929, regresar a Cambridge,

José Carlos Martín de la Hoz

Wolfram Eilenberger, Tiempo de magos. La gran década de la filosofía (1919-1929), ediciones Taurus, Madrid 2019, 383 pp.