En la magistral obra de Wolfram Eilenberger, sobre la filosofía del comienzo del siglo XX en Europa, redactada sobre sobre la base del estudio de la vida y la obra de cuatro grandes pensadores que vivieron entre 1919-1929 la apasionante aventura filosófica de la filosofía del lenguaje, conviene destacar el pormenorizado trabajo que realiza sobre Ludwig Wittgenstein.
En efecto, entre las muchas e importantes cuestiones analizadas por nuestro autor, todas de un gran interés y verdaderamente aportaciones al estudio del gran filósofo del lenguaje, hay un asunto en el que vale la pena detenerse, aunque sea de manera breve.
Me refiero a los encuentros que tuvieron lugar entre 1927 y 1929, entre Wittgenstein y el profesor Moritz Schlick de la Facultad de Filosofía de la universidad de Viena que estaba aglutinando cada jueves en su casa a un buen grupo de pensadores, “la vanguardia filosófica de Viena” y que, como resume nuestro autor: “compartían una concepción científica del mundo fundada en la lógica, para trabajar en una reforma profunda de la filosofía e incluso de la cultura europea como un todo. Era preciso poner fin de una vez por todas a las falsas disputas metafísicas, cantos de sirena cosmovisivos y apelaciones cuasi religiosas a la autenticidad”.
Enseguida, el propio Eilenberger, le ponía el nombre adecuado a ese enfoque: “empirismo lógico. Tal fue el nombre de batalla que pronto adoptaría aquel círculo vienés, cuyas figuras más destacadas eran, aparte de Moritz Sclick, Rudolf Carnap, Friedrich Waismann, Herbert Feigl y Otto Neurath”.
Finalmente, señala nuestro autor con toda sencillez y naturalidad, el único motivo por el que aquellos intelectuales que habían leído el Tractatus logico-philosophicus, empezaron a buscar a Wittgenstein por todas partes: Cambridge, Viena e incluso llegaron tras un largo viaje al pueblo austriaco de Ottertahal, adonde fueron en su búsqueda en abril de 1926: “para estar completo el grupo solo le faltaba su reconocido maestro e inspirador: Ludwig Wittgenstein” (261).
Lógicamente, el filósofo del Tractatus que estaba completamente embebido en la construcción de una casa para su hermana en Viena y recuperándose de su experiencia educativa y de su salida en estampida de la misma, le costaba prestar atención a ese grupo de intelectuales, ávidos de leer y discutir el Tractatus con él.
Las conversaciones con el grupo comenzaron a finales de 1627 y lo primero que impuso fue que hablara él y los demás escucharan hasta el final, lo que rompía la dinámica del círculo tal y como estaba planteado, aunque terminaron por aceptar por las interesantes cuestiones que Wittgenstein les fue planteando (262).
De todas formas, las relaciones terminaron basta pronto por la inestabilidad del maestro, su falta de orden expositivo como maestro y su nula capacidad de liderazgo y menos en su situación psíquica, pero sobre todo por las discrepancias de fondo en el planteamiento filosófico: “si aquí habla un maestro, desde luego no lo hace desde un empirismo lógico” (263).
En efecto, eran dos planteamientos irreconciliables, como Eilenberg ha resumido magníficamente: “Lo único en que podían estar de acuerdo maestro y discípulos era en que las aserciones metafísicas y religiosas necesariamente forzaban los límites del sentido verificable. Para el círculo de Viena, la lógica constituía el firme fundamento, el fundamento constructivo que necesitaba todo pensamiento. Para Wittgenstein, por el contrario, ese fundamento en que se asienta el sentido permanecerá eternamente misterioso e insondable, suspenso en el aire como milagro que es de la creación. Ante dicha creación, debemos admirarnos de forma piadosa en lugar de intentar comprender desde el análisis” (264).
José Carlos Martín de la Hoz
Wolfram Eilenberger, Tiempo de magos. La gran década de la filosofía (1919-1929), ediciones Taurus, Madrid 2019, 383 pp.