Al leer el clásico de Dostoievski “Los hermanos Karamazov” nos encontramos a todo tipo de personajes, perfectamente definidos por el autor, los más malvados y los más santos. Pero en la mayoría de ellos influye su formación cristiana ortodoxa y, por lo tanto, son personas con una cierta fe, más o menos profunda o superficial. Pero llama la atención los planteamientos cínicos, falsos, que se presentan, de modo muy similar en dos de los protagonistas.
En este caso, uno de los hermanos, Dimitri, llamado Mitia con frecuencia, después de hacer una barbaridad y disponiéndose a hacer otra mayor -no quiero desvelar detalles al posible lector- dice para sí mismo: “Señor, acéptame con todas mis faltas, no me juzgues. Déjame pasar sin juicio… No me juzgues, porque yo mismo me he sentenciado; no me juzgues porque yo te amo, ¡Señor! Soy vil, pero te amo: puedes mandarme al infierno, pero también allí te amaré y desde allí gritaré que te amo por los siglos de los siglos… Pero déjame también terminar de amar… aquí, déjame que termine de amar hoy, cinco horas en total…” (p. 624).
Sabe que existe el cielo, sabe que existe el infierno, sabe perfectamente que lo que ha hecho está muy mal y también son perversos sus planes inmediatos. Ni siquiera pide perdón a Dios. Tiene la sinceridad interior de reconocer el mal, pero le pide a Dios que no se lo tenga en cuenta.
En nuestra sociedad hay personas así, que tienen suficiente formación cristiana, pero la han dejado de lado para seguir adelante con situaciones o actuaciones que son indiscutiblemente malas. Sí, ya sabemos que luego están los que tratan de convencernos de que no está tan mal, que los tiempos han cambiado, que no es como antes, etc. Unos reconocen que lo están haciendo mal, los otros han dado ya un paso más allá que es excusarse, convencerse de que no es para tanto y esto es lo que hay.
Se empeñan en excusar la maldad. Roban y se convencen de que todo el mundo lo hace y, por lo tanto, sería tonto si no aprovecho la ocasión. Ese normalmente empezó por lo pequeño, cogiendo cosas de poco valor en el supermercado. Cuando se empieza y no se rectifica, se termina muy mal, porque es muy fácil ir, poco a poco, a más. El otro empieza engañando, eso sí convencido de que lo suyo es una mentira piadosa. Como si una mentira pudiera ser piadosa… El otro empieza acostándose con su novia, y terminan viviendo juntos, sin casarse, sin hijos…
¿Saben que está mal? Creo que uno de los méritos de Dostoievski es precisamente mostrar el modo en que el pecador se justifica. No es fácil describir ese estado difuso, mezcla de culpabilidad y de no querer alejarse de Dios. Hay al menos dos caminos: uno es el de Mitia, lo hago mal, pero “acéptame con todas mis faltas”. Es el que se sabe un miserable y, de alguna manera, intuye que Dios es misericordioso y quizá tenga suerte y al final le perdone. El otro es el que se justifica: ¡no es para tanto! Todo el mundo lo hace. No tiene la humildad de reconocer su miseria.
En los dos casos, aunque de manera distinta, el problema suele ser el mismo: el mal lleva al mal. Cuando uno juega con fuego, casi sin darse cuenta va por la cuesta abajo, cada día peor, y llega un momento en que todo se disculpa, y Dios queda lejos.
Menos mal que, de verdad, Dios es misericordioso y busca la forma de encontrarse con el pecador, y le atrae, y le perdona. Pero el riesgo es muy grande.
Ángel Cabrero Ugarte
Fedor Dostoievski, Los hermanos Karamazov.