Una de las primeras herejías del cristianismo fue la herejía gnóstica que pretendía descaradamente reducir la verdadera Iglesia fundada por Jesucristo y abierta a todos los hombres del mundo entero en una pequeña elite de escogidos y deshacerse de la chusma, del pueblo.
Recordamos como san Agustín reaccionó con dureza y prontitud ante semejante desafuero para recordar que la Iglesia es un hospital donde restañar las llagas, pero para eso hay que escuchar la doctrina de Cristo, hacerla vida y mostrar las llagas al confesor para ser curados.
De hecho, en la obra clásica del cardenal francés Henri de Lubac, sobre la Iglesia, recientemente reeditada por ediciones Encuentro, aparecen muchos textos de los padres de la Iglesia donde se muestran las debilidades de los hombres y, a la vez, la eficacia de la medicina divina para salvarlos y construir la Iglesia divina y humana a la vez.
Citando a san Basilio en una de sus homilías sobre el Espíritu Santo, nos recuerda de Lubac que Dios: “lo ha dispuesto todo teniendo en cuenta nuestra debilidad: nos acostumbra primero a ver la sombra de los objetos y el reflejo del sol en el agua, a fin de que no quedemos cegados por una exposición directa a sus rayos: la ley Mosaica era la sombra de las cosas futuras y la enseñanza de los profetas era la verdad todavía oscura” (cap. 14, n. 33, PG 32, 127).
Enseguida, ampliará el campo de la preparación del pueblo judío al mundo entero y, con palabras de Teodoreto se referirá a la plenitud de los tiempos, pues “el Dios del universo, preparando por grados esa eclosión última, no ha cesado jamás de proveer a la salvación de todos” (209).
Es interesante que nuestro autor vuelva al argumento tomado de Minucio Félix sobre la plenitud de los tiempos: la verdad debe madurar en nuestra alma para dar sus frutos y para ser acogida en plenitud: “¿Por qué hemos de ser ingratos y perjudicarnos a nosotros mismos, si la verdad acerca de la divinidad ha llegado a la madurez en nuestra época? (Quid ingrati sumus, quid nobis invidemur, si veritas divinitatis nostri temporis aetatem maturuit” (Ocatavio c. 38)” (209).
Así pues, el hombre y la humanidad, caminan hacia la madurez, hacia la plenitud de la asimilación de la verdad plena, con orgullo santo, con esperanza confiada, El verdadero progreso es la maduración de la verdad en el hombre, de modo que, según san Agustín: “la educación progresiva por una Providencia sapientísima que lo eleva paso a paso desde el tiempo hasta la eternidad, y de lo visible a lo invisible” (210).
Finalmente, nos hablará de pedagogía divina, de la educación del hombre: “reeducarle primero, guardarle después, guiarle y finalmente conducirle hasta el umbral de la perfección evangélica” (211).
José Carlos Martín de la Hoz
Henri de Lubac. Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, ediciones Encuentro, Madrid 2019, 403 pp.