Hace ahora 500 años que precisamente Domingo de Soto, el ilustre teólogo Segoviano del siglo XVI, regresaba de Paris y se incorporaba a los dominicos de Salamanca en el famoso convento de San Estaban junto al maestro Francisco de Vitoria. Ambos habían regresado del nominalismo al realismo y conocían bien los problemas de la llamada vía moderna.

Es interesante que a la hora de escribir un tratado sobre la justicia y el derecho que pusiera las bases sólidas del gobierno civil y que en definitiva impulsara el Imperio español de todo el siglo en Europa, América y Asia, lo hiciera volviendo al tomismo renovado.

En efecto, su tratado jurídico-teológico comenzará con la verdadera ley, que es la fuente de toda la ley: la ley eterna: “La ley eterna se refleja en la naturaleza y en los primeros principios o postulados de la ley natural, por lo mismo, fruto espontáneo de la inteligencia del hombre” (lib. I, q. 3, a. 1). Enseguida descenderá a toda y verdadera ley como un reflejo de esa ley: “la ley se ordena al bien común de la sociedad, por consiguiente, sus efectos serán solamente hacer buenos ciudadanos” (lib. I, q.2, a.1).

Efectivamente, cuando Hobbes pretenda construir en su Leviatán un nuevo modelo de gobierno monárquico absoluto, sin libertad, tendrá que empezar por destruir los sólidos principios de Soto: “El fin de la ley es conseguir el bien común en que consiste nuestra felicidad. Este buen común, nadir puede conseguirlo más que con el ejercicio de las virtudes, que son las que hacen bueno a quien las posee” (lib. I, q.2, a.1).

Enseguida recuerda Soto que todo poder viene de Dios y no de un pacto como asegura Hobbes: “Y Dios ordenó y refirió todas las cosas a si mismo; por consiguiente, todas las leyes de los gobernantes han de tenerle también a él por fin. En esto no hay diferencia alguna entre el poder secular y el espiritual; la diferencia solo existe en que a pesar  de que ambas han de proponerse con leyes el mismo fin de la salvación eterna, el poder espiritual está por encima del poder secular, para obligarle a establecer leyes santas, y para que, si el gobernante secular estableciese leyes que apartaran de la verdadera felicidad las enmiende y corrija, y llame la atención a los mismos gobernantes” (lib. I, q.2, a.1).

Lógicamente, Soto recordará que el gobernante deberá ganarse la razón de su obediencia y verdadera autoridad desde su coherencia de fe y de vida, por tanto: “debe ser bueno, es decir, que esté adornado de todas las virtudes. Y la razón es porque gobernar es oficio y función de la prudencia, la cual si no va acompañada de todas las virtudes, no es verdadera virtud, puesto que el hombre prudente tiene que juzgar acerca de todas las cosas; y porque como es cada uno, así le parece que es necesario que sea su fin, a fin de que esté bien dispuesto para con todas las cosas en que como juez ha de entender” (lib. I, q.2, a.1).

José Carlos Martín de la Hoz

Domingo de Soto, De la Justicia y el Derecho, Instituto de estudios políticos, Madrid 1967, 5 vol.