No es lo mismo la idea de pobres de espíritu, que son bienaventurados, según las palabras de Jesús, recogidas en el evangelio de San Mateo, que los espiritualmente pobres. Estos abundan más que los otros. Ser pobre de espíritu supone una actitud de desprendimiento de los bienes de la tierra, algo difícil de conseguir en el ambiente occidental donde prima la riqueza y el vivir bien sobre otro cualquier valor. Así que bajo esa descripción hay pocos bienaventurados.
Pero los espiritualmente pobres abundan en nuestra sociedad. Precisamente ese ambiente materialista, opuesto al de los pobres de espíritu, hace que haya muchas personas que no tengan ningún interés por cuidar su alma y solo piensan en su cuerpo. Lamentable, sin duda, pero es lo que está al día. ¿Y quién se preocupa por los espiritualmente pobres, que son mayoría? Porque se nos habla mucho de atender a los pobres, pero en muchos casos solo nos cuidamos de proveerles de lo material, como si deseáramos que dejaran de ser pobres, y sin cuidar de que sean pobres de espíritu.
También en los evangelios encontramos la frase del Señor “no he venido a llamar a los justos sino a los pecadores”. La Iglesia, desde siempre, se ha preocupado por la conversión de tantas personas perdidas para el espíritu, por falta de formación, por el ambiente en el que han vivido, porque están imbuidos en actividades que alejan de Dios. Sin embargo, ahora parece que debemos preocuparnos más de los pobres materiales -que podrían ser bienaventurados- que de los pobres espirituales.
En el ambiente nuestro, en Occidente, creo que es mucho mayor la cantidad de personas pobres espirituales que la de pobres materiales -que podrían llegar a ser pobres de espíritu con poco esfuerzo-; descreídos, inmorales, injustos, adúlteros, etc. Y los tenemos al lado, junto a nosotros, en nuestra propia casa, compañeros de trabajo, compañeros de deporte o de aficiones, pero nadie nos dice que nos preocupemos por los espiritualmente pobres, que tienen, sin duda alguna, mucho más difícil la conversión que los pobres de dinero. Sobre todo, porque estos no lo son por maldad, pueden ser unos santos, y los pobres espirituales lo son por olvido de su fe, por el egoísmo de enriquecerse, por el amor desordenado que rompe el matrimonio, etc.
Es indudable que solo unos cristianos consecuentes, de los que practican, de los que van a misa los domingos o todos los días, que buscan los modos a su alcance para formarse bien, pueden llevar consigo una influencia positiva, con posibilidad de hacer ver a las personas cercanas la maravilla de estar junto a Dios, de ser espiritualmente ricos, y el desastre que lleva consigo apartarse de Dios. Por lo tanto, parece lógico que la Iglesia, empezando por los obispos y sacerdotes, tengan un empeño por empujar a esos cristianos auténticos, a cuidar de los pobres del alma que tienen alrededor.
¿También a los pobres materiales, al pobre de la puerta de la parroquia o al que te pide por la calle? Sí, claro, también. Pero por un mendigo que encuentro en la calle tengo decenas de pobres espirituales muy cercanos, a quienes nadie me recomienda que les dé la limosna de mi buen ejemplo, de mi fe vivida, de mi formación doctrinal, de mi seguridad en la vida eterna.
Es más decisiva esa limosna y esencial para la vida del hombre que la riqueza material, que, por otra parte, con frecuencia hace daño a las personas.
Ángel Cabrero Ugarte