La autora de “Feria” nos cuenta que su padre es ateo, su madre agnóstica, por no decir simplemente “no practicante”. Pero su abuela María Solo es católica practicante. Y ella, la autora y protagonista, con el tiempo, ve más atrayente lo de la abuela y decide hacer la Primera Comunión, con el monumental enfado de su padre, que no es precisamente un hombre dejado, ignorante, sino que es más bien un ateo practicante. Ateo monoteísta, dice Ana Iris constantemente, lo que ha oído decir a su propio padre.
Verdaderamente no deja de tener su chiste lo de ateo monoteísta. No queda claro si es que está dispuesto a negar sin miramientos la existencia de un solo Dios, pero no tendría grandes dificultades para sentirse politeísta, seguidor de dioses varios, porque en realidad no hay ateo más consecuente que el que tiene en la mente la posibilidad de varios dioses. Una persona normal en Occidente que cree en la existencia de varios dioses, podemos decir que es quien más se burla de la religión. Pero no es el caso. El padre de Ana Iris es simplemente ateo y vete tú a saber de dónde sale lo de monoteísta.
Ana Iris ha nacido en ese ten con ten de ateos en casa y católicos en la familia y en el relato que se contiene en “Feria” surgen, quizá sin pretenderlo, sus inclinaciones trascendentes. Quizá sobre todo cuando se topa con la realidad familiar de los difuntos. Su padre decide velar a la abuela de Ana -su madre- toda la noche, el día de su fallecimiento. Y a ella lo que se le ocurre es “¿pero creemos o no creemos?”. Es consciente de la incoherencia, porque siempre había dicho él que los muertos se hacen polvo y desaparecen, sin más. ¿El velatorio, entonces?
Así surgen, a lo largo de la historia que ella escribe, la relación con una tierra, La Mancha, con un pueblo, Campo de Criptana, con una sociedad donde la mayoría de las personas, siendo más o menos practicantes, son creyentes. Creyentes, al menos de procesión y romería. Y de rezar a los difuntos. La autora de este simpático relato deja caer, de vez en cuando, las dudas de fondo que cualquiera se puede encontrar en su vida. El creyente poco practicante no se plantea grandes cosas, pues tiene una especie de seguridad de que tarde o temprano se encontrará con Dios.
Pero el ateo, casi sin darse cuenta, es más practicante que el católico mediocre. Se siente obligado a insistir en su increencia, sabedor de que está incluido en la minoría, y que una cosa es ser agnóstico, o sea, dejado de la mano de Dios, y otra cosa es ser oficialmente “ateo monoteísta”. Siendo así, que la hija, al llegar a cierta edad, decida hacer la Primera Comunión, para él, ateo convencido, es una derrota.
Es indudable que el ambiente ateo de su padre la ha movido a pensar. Tiene una inquietud, que se manifiesta en algunas declaraciones. Por ejemplo: “La única hierofanía posible en La Mancha se produce si uno alza la vista y comprende que igual es sobria y austera en el suelo porque robar protagonismo a esos cielos no sería de ley y para comprender eso también hace falta valor y saber mirar, concretamente hacia arriba, más allá de uno mismo. Esto te lo diré llegando a la portá del bisabuelo y seguramente no me vayas escuchando ya, pero dará igual porque te lo repetiré muchas veces a lo largo de tu vida” (p. 184).
¿No es sentido de trascendencia sentir la necesidad de saber mirar hacia arriba? Eso es algo muy necesario y poco presente en la vida materialista de Occidente.
Ángel Cabrero Ugarte
Ana Iris Simón, Feria, Círculo de tiza, 2020