Cristo Emperador

 

Hay un viejo capítulo en la historia de las ideas, especialmente desarrollado en los primeros siglos del pensamiento y de la vida de la Iglesia, que sería el tratamiento de Cristo como “Emperador”, de cielos y tierra.

Evidentemente, en un Imperio como el Romano donde se daba culto al emperador, al menos externa y legalmente, era delicado el uso de ese título, tanto en los primeros años del cristianismo cuando fueron adentrándose en la vida del Imperio, como, posteriormente, ya en la primera primavera de la Iglesia cuando pasó de ser perseguida por el Imperio, a adquirir verdaderamente carta de naturaleza tras el conocido edicto de Milán, por el 313.

El gran historiador católico alemán asentado en Roma tras la segunda guerra mundial, Erik Peterson (1890-1960), en una obra breve pero clásica, se adentrará en una cuestión que siempre había quedado abierta y que lo seguirá estando, por falta de fuentes y por delicadeza o humildad colectiva.

Antes que nada, hay que resaltar que la primera literatura cristiana, en el Nuevo Testamento, ya trataba a Cristo con ese título, pues en el apocalipsis se denominaba a Cristo “ipso gloria et imperium” (Apoc 1, 6).  

Asimismo, es interesante que en las Instituciones de Lactancio (240-320), el célebre escritor romano recién convertido a la fe en los finales de las persecuciones romanas llamara ya abiertamente en sus escritos a Cristo Imperator, es decir, el “magister ómnium deus“ (6, 8). Por tanto, con todo descaro y naturalidad se aventura a romper una lanza en ambiente en que todavía cuadraba y se entendía mejor a Cristo como alfa y omega, principio y fin (12).

Es lógico que san Agustín en el de Civitate Dei, se aventure a nombrarle a Cristo como emperador, puesto que ya en el comentario a los Salmos había afirmado que en Cristo todo se suma: “bajo un solo rey y una sola provincia, bajo un solo emperador”.

La conclusión de estos textos para Erik Peterson es concluyente: “el reino de los cielos ha sido llamado también imperium” (129). A lo que añade el texto del Civitate Dei (II, 22) en el que culmina afirmado que “el imperio de Cristo ocupó el lugar del imperio romano” es decir de un imperio “que trasciende todos los imperios de este mundo” (129).

Fueron varios siglos de constante purificación de la Iglesia a través de las sucesivas oleadas de martirios, pues indudablemente “la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos”, de ahí que, cuando terminó la dura prueba y se ha alcanzado la normalidad, es lógico que el término emperador regrese: “la Iglesia que combate en sus mártires ve a Cristo como emperador para vencer a este mundo en que los judíos no tienen rey y los paganos solo tienen un césar y para esperar de ese modo al rey del mundo futuro” (135).

José Carlos Martín de la Hoz

Erik Peterson, El monoteísmo como problema político, ediciones Trotta, Madrid 1999, 137 pp.