En los últimos años se ha ido abriendo paso en algunos ambientes eclesiásticos, el viejo slogan de la ilustración de que la Iglesia debería actualizar muchas de sus concreciones prácticas doctrinales, puesto que debería traducir el mensaje cristiano a los nuevos tiempos de la sociedad globalizada, descristianizada y adaptarlas a las nuevas sensibilidades y visiones antropológicas de nuestro tiempo.
En términos de visión histórica, sería lo mismo que regresar a los concilios de los primeros siglos cuando llevaron a cabo las grandes formulaciones doctrinales del mensaje revelado que, por ser divino, sería sobrehumano y, por tanto, su versión antropológica estaría sujeta a los parámetros de cada época.
En concreto, vuelven algunos autores a repensar, como si no hubiera sido suficientes las intervenciones magisteriales recientes, acerca de cuestiones debatidas por la modernidad desde hace tiempo, como el celibato sacerdotal, la ordenación de mujeres, la reorganización del clero, la supresión de estructuras parroquiales, etc.
Es decir, para esos autores de peso en la Iglesia de nuestros días, esos problemas estaban desde antes del Concilio Vaticano II y, después de los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI, habrían rebrotado virulentamente, para mostrar cómo esos problemas no son coyunturales. Para estos autores requieren que la doctrina revelada sea reformulada para darles una solución.
Precisamente, por ser algunos de ellos historiadores, saben muy bien que el argumento fundamental para mantener la formulación actual del sacerdocio en la Iglesia Católica radica en que está avalada en la Escritura, la Tradición y el Magisterio, por tanto, solo nos cabe profundizar en el mensaje revelado para explicar desde la vida y la teología nuestro a nuestro entorno cultural cómo entender lo que Jesucristo nos ha venido a mostrar más que a cambiar la sustancia del mensaje.
En este punto es donde aparece la vieja raíz modernista de los primeros años del siglo XX, cuando el santo Padre san Pío X, en la Encíclica Pascendi, se adelantaba al desarrollo completo de las teorías incipientes y ponía en boca de aquellos intelectuales la distinción entre el Cristo de la historia y el Cristo de la fe, para descaradamente y falsamente concluir que la doctrina cristiana habría sido in invento de las primitiva comunidad cristiana huérfana tras la muerte de Jesucristo y necesitada de explicar al mundo lo que a ellos les parecía el mensaje de Jesucristo. Por tanto, podrían cambiarla a su antojo, pues como afirmaba san Pablo “si Cristo no ha resucitado vana es nuestra fe” (1 Cor 15,12). Así pues, si para los modernistas, esa fe sería cambiable a los tiempos que estamos viviendo, para los cristianos sólo cambia lo accesorio.
La revelación se llevó a cabo con la encarnación de Jesucristo y desde Pentecostés el Espíritu Santo ha ido conduciendo la Iglesia a pesar de los problemas y dificultades hasta el día de hoy y perdurará hasta el final de los tiempos. Los cristianos de nuestro tiempo podemos explicar a nuestros conciudadanos nuestra fe con nuestra vida e invitarles a entrar en la Iglesia para conocer la Revelación de Jesucristo.
José Carlos Martín de la Hoz
Catecismo de la Iglesia Católica, editores del Catecismo, Madrid 1992, n.1,