De vez en cuando es bueno que alguien nos recuerde qué significa entrar en una iglesia y qué entendemos cuando hablamos de lo sagrado. Si no hay un planteamiento religioso, de auténtica fe, es fácil olvidar lo esencial y faltar al respeto debido a las cosas que son de Dios, a los aspectos más importantes de nuestra vida.
¿Cómo entramos en la iglesia? Hay grandes diferencias entre el modo de acceder a lo sagrado en los países latinos y en los países más orientales. En nuestro ambiente, podemos encontrar templos en los que se advierte la presencia de Dios y otros en los que se descuida. Incluso podríamos decir que hay horas o momentos distintos. La persona que participa en la misa cada día es quien valora la gracia sacramental, lo que hay detrás de cada parte de la liturgia y, desde luego, sabe captar el misterio del lugar sagrado.
Se explica bien en “El arte de celebrar la Eucaristía”: “Es precisamente esta novedad de la Resurrección la que permite vislumbrar que todo espacio litúrgico cristiano sea un espacio sacramental. La sacramentalidad, ínsita en la fibra íntima de la fe católica, llega también al espacio que, redimido por Cristo, se transfigura en espacio abierto al Misterio. La Iglesia grande de piedra o la ermita pequeña de madera, donde entramos para participar en la liturgia, es un espacio de nuestro mundo, pero no solo de nuestro mundo; es un espacio que se abre al Señor que viene porque siempre que la Iglesia celebra, Cristo viene” (p. 29).
Esto es lo que debemos considerar todos los cristianos que entramos en el templo. Y ahí se aprecia la diferencia que puede haber entre quien entra cada día y quien entra solo los domingos, porque es obligatorio. Y no digamos ya quien entra muy de cuando en cuando, cuando asiste a una boda o a un funeral, porque es lo que toca. En estos últimos casos apreciamos con frecuencia una ignorancia y un desinterés por lo sagrado que resulta doloroso a quien, estando en el mismo acontecimiento, participa habitualmente en la liturgia.
“Agustín escribe: ‘A la basílica la llamamos Iglesia; con ese nombre de iglesia, esto es, del pueblo contenido, se designa el lugar o continente’. Esta constatación abraza dos dimensiones: una teológica -la santa Iglesia- y otra arquitectónica -esta basílica-. el hecho de que ambas dimensiones se den a la vez ayuda a comprender por qué, desde los inicios de la edificación de los templos cristianos, ha existido una relación mutua entre modelos arquitectónicos y modelos eclesiológicos” (p. 34).
Hablamos de iglesia porque ese edificio, grande o pequeño, contiene lo sagrado, el altar, el sagrario, el ambón, y contiene al pueblo de Dios, que es Iglesia. La consideración de estos conceptos nos debe llevar a una actitud de respeto, de adoración, de recogimiento, por lo tanto de silencio, tanto si hay mucha gente como si hay dos o tres fieles.
Sabemos que hay momentos o lugares en que esto no se respeta. Quizá se podría esperar algo más de quienes celebran o cuidan del templo: un empeño de silencio, recordar con más frecuencia el modo de comportarse. Pero también hemos notado que, por más que se insiste en la actitud propia del lugar santo, al final de la misa del domingo, hay corrillos de vecinos saludándose aún dentro del recinto. No digamos ya al final de una boda o al terminar un funeral, donde los familiares del difunto reciben los saludos obligados todavía en la iglesia. Sin duda hay todavía mucho que mejorar.
Ángel Cabrero Ugarte
Félix Arocena, Alberto Portolés, El arte de celebrar la Eucaristía, BAC 2021