Al terminar la Segunda Guerra Mundial, San Josemaría se aprestó, con el envío de sacerdotes y laicos del Opus Dei, a colaborar en la reconstrucción de Europa después de la Segunda Guerra Mundial, para ayudar a los obispos de Italia, Alemania, Austria, Inglaterra, Francia, Holanda, Bélgica, Suiza y habría llegado hasta el último rincón de Europa, si no hubiera caído el telón de acero, es decir el terrible muro de Berlín, que dejó aislados y sin libertad a la mitad oriental de Europa, los Balcanes y la mitad del imperio austro húngaro.
Hay que tener mucha fe para enviar a aquellos jóvenes profesionales y sacerdotes recién ordenados a países donde serían considerados extranjeros de segunda pues, todavía España, de donde provenían la mayoría de ellos era, en general, mal vista en esos países de Europa por la instalación del régimen político franquista al término de la guerra civil española,
Aquellos hombres y mujeres acudieron a esas tierras a mezclarse, a trabajar codo con codo con sus conciudadanos, con la ilusión de devolver el entusiasmo cristiano y ayudar en la reconstrucción física y espiritual, pues la guerra mundial no solo había destrozado el tejido económico, industrial, sanitario y educativo, sino sobre todo había roto los nervios y quebrantada la esperanza tras quedar rotos moralmente y arruinados económicamente.
Precisamente, don José María Hernández Garnica (1913-1972), como persona de confianza de san Josemaría visitaría todos aquellos países para trasmitir a las personas del Opus Dei, cooperadores y amigos, vibración, ilusión humana y sobrenatural en la tarea y buenas dosis de buen humor.
Su fe en Dios y en el espíritu del Opus Dei, se mostrará en múltiples anécdotas muy concretas e ilustrativas que han sido relatadas con motivo de la apertura de su proceso de canonización concluido en la diócesis de Madrid en 2013 y que ahora está en su fase romana. La primera que podría narrarse hace referencia a la premisa de partida de todo evangelizador y don José María llevaba ya muchos años de vocación para saber manejarse en el mundo sobrenatural y, por tanto, sabía que el punto de partida de toda tarea es la oración y la penitencia y, por supuesto, la visión espiritual de los problemas y soluciones.
En efecto, contaban el catalán catedrático de filosofía Eugenio Trias que vivió con él en la minúscula residencia de Colonia, en Alemania. Solían organizar en el Oratorio de la Residencia un rato de oración ante el Santísimo Sacramento dirigido por un sacerdote y, después, tenían la exposición y bendición y canto de la Salve u otra Antífona mariana. Buscar alemanes universitarios era tarea difícil: una meditación predicada por un sacerdote católico en un alemán horrible. El resultado era binario; o cero o uno. Decía Eugenio que veía a don José María rumiando: “Esto no marcha, esto no marcha” y concluía, “Y tiene que marchar”. La solución fue lograr avales y conseguir un crédito construir una residencia de 100 plazas donde los estudiantes estuvieran en su casa y fueran libremente a la meditación que les enseñaría a hacer oración en voz alta. Pronto Dios premió aquella fe y llegaron muchas vocaciones y conversiones.
José Carlos Martín de la Hoz