Hace unos años san Josemaría escribía a sus hijos que iban a recibir la ordenación sacerdotal en Madrid de manos del Cardenal Tarancón, el 15 de agosto de 1971, y les planteaba la misma pregunta que, unos días después se harían en el Sínodo de obispos en Roma junto el Santo Padre, san Pablo VI: ¿Cuál es la identidad de los sacerdotes del final del siglo XX? Hoy nos hacemos nosotros la misma pregunta ¿Cuál es la identidad, la santidad de una mujer del año 2022?
La respuesta es y será siempre la misma: la santidad, la identidad, es Cristo. El cristianismo es un camino de enamoramiento de una persona viva, Jesucristo, Dios y hombre verdadero, oculto en las especies sacramentales y en nuestra alma en gracia y en todas partes. Se trata de enamorarse de Jesucristo hasta el extremo de identificarse completamente con Él, identificarse hasta la plenitud. Como afirmaba san Pablo hace XX siglos, se trata de ser: ”alter Christus, ipse Christus” (Fil. 2,5).
Por otra parte, la respuesta ha de ser nueva y completamente acorde con el momento actual, con nuestras circunstancias, con la cultura de nuestra sociedad y nuestra cultura, en este mundo globalizado, dotado de otras sensibilidades, indudablemente. No podemos convertir el cristianismo en un paquete de ideas, un conjunto de creencias, ni en un código de conducta.
Si el problema del cristiano es la inconstancia, la solución será, la conversión permanente. Como escuchó un día Encarnita Ortega, una de las primeras mujeres del Opus Dei, decir al Fundador: “la mejor mortificación es la perseverancia en la ilusión del trabajo comenzado”. Es decir, salir del conformismo, de la monotonía, de la rutina.
Es capital que el cristiano busque romper el estuche egoísta donde tendemos a meternos. Es el diálogo del Pórtico o Prefacio de la Plegaria Eucarística: “Levantemos el corazón”. “Lo tenemos levantado hacia el Señor”: ¿Seguro? La santidad de nuestro tiempo, es un itinerario de novedad, de intimidad, de inconformismo en el amor con Jesucristo.
El 29 de mayo de 1933, un joven estudiante de arquitectura, Ricardo Fernández Vallespín, hablaba con san Josemaría y, de repente, éste se levantó, tomo un libro de la estantería, “La Pasión del Señor·, del Padre jesuita Luis de La Palma y escribió en la primera página: “Que busques a Cristo, que encuentres a cristo, que ames a Cristo”.
Muchos años después, tras haber terminado la carrera, sufrir indeciblemente en la guerra civil española, construir como arquitecto de prestigio un buen grupo de edificios del CSIC, ordenarse sacerdote y comenzar el Opus Dei en Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia, regresó cansado y enfermo a España y recaló en Madrid, donde pocos años después moriría, como decía el Fundador, “exprimido como un limón”.
Un día, recién llegado a España, fue a almorzar con sus hermanas en el hogar de siempre de sus padres, en el barrio de Chamberí. Después de comer, fueron al cuarto de estar y mientras traían el café, se detuvo a observar la estantería y, de repente, el corazón se le aceleró: allí estaba aquel libro, aquellas vigorosas palabras de san Josemaría, aquel itinerario verdaderamente había sido la trama de su vida.
José Carlos Martín de la Hoz