Decía san Josemaría en Camino que “Estas crisis mundiales son crisis de santos”. Eso quiere decir que la solución a los problemas del mundo, de nuestra familia y de nuestra vida, se arreglarían, en gran medida, con una más decidida santidad personal.
Por tanto, comencemos recordando con san Gregorio de Nisa, que los cristianos no somos santos porque somos inconstante, así pues, la se llama la “conversión permanente”. Es decir, hay que plantearse “la ilusión permanente”.
Como es sabido, santidad se define como “amar e imitar a Jesucristo”. Meterle muy dentro de nuestro corazón. Como afirmaba san Juan Pablo II el día de la beatificación de san Josemaría, el 17 de mayo de 1992. “un hombre fascinado por Jesucristo”.
Lo que está en crisis no es la Iglesia, ni un modelo cultural de Iglesia, ni la moral obsoleta de la Iglesia. Lo que está claro es que se trata de conocer, tratar y amar a Jesucristo. El 29 de mayo de 1933, san Josemaría hablaba con un estudiante de arquitectura. Se levantó y escribió en la primera página de un libro: “que busques a Cristo, que trates a Cristo, que ames a Cristo”. En 1966, reencontró ese libro.
Todos los que estamos aquí somos personas tocadas por Cristo. Impactadas por su gracia. En el pueblo de “Agelo de Malferit”, un sacerdote celebraba los 25 años de sacerdocio siempre en la misma parroquia. Mientras daba la comunión veía aquella fila: numerarios, numerarias, agregados, agregadas, numerarias auxiliares, supernumerarios y supernumerarias, cooperadores y cooperadoras, religiosos, consagrados, seminaristas, el pueblo soberano. En ese momento escuché al coro: ¡Me sedujiste y me dejé seducir! Ahí está la clave. Seducidos por Jesucristo, fascinados por Jesucristo.
La santidad del siglo XXI es amar a Cristo radicalmente, vivir para él y para su gloria, amar a los nuestros y a toda la humanidad: corazones grandes y corazones prácticos. Pero siempre por amor. Hacer un plan de vida, venir a los medios de formación, significa aprender amar, buscar la plenitud de amor.
El Maestro Eckhart, en 1239, en el mercado de Colonia, hablaba “del fruto de la nada”, del centro del alma, del recogimiento interior. El fruto de la nada es el desasimiento y sabernos amados: No sacaba a nadie de su sitio.
Magnanimidad: Un corazón grande que se examina para aprender a amar más y mejor. Perdonar, olvidar y confiar: “¿Para qué tengo que hacer todos los días un rato de oración? Porque necesito contárselo todo y compartirlo todo. Él me mira en cada momento, en cada instante, no para vigilarme ni castigarme sino porque está encandilado.
Hay muchos modelos de familia, a cada cual más enrevesado y complejo, con fecha de caducidad de un yogur de fresa, sencillamente porque se fundamentan en algo tan caprichoso como la libertad de elección. En cambio, la familia que funciona se fundamenta en la donación mutua y la entrega dual. Una carrera de la mañana a la noche para ver cómo se puedo hacer más feliz a los demás. El camino es tan simple como aprender a hacer oración para amar al mundo apasionadamente.
José Carlos Martín de la Hoz