El individualismo reinante en nuestra sociedad desemboca en una percepción irreflexiva del tiempo como algo mío. Vivo en sociedad, casi seguro que en familia, pero no percibo el tiempo ajeno, ni se me ocurre pensar en que hay tiempos comunes. Las personas que viven así no tienen ningún cargo de conciencia. Son máquinas, y las máquinas tienen que funcionar a la perfección, pero ninguna máquina piensa en otras máquinas, porque no tienen cerebro.
Ya no digamos corazón. Pensar en quien te espera en casa supone tener inteligencia y capacidad de amar. Nuestra sociedad economicista y abocada a la rentabilidad solo tiene algo de tiempo fuera del trabajo para el deporte. Hay que engrasar las piezas de este pobre cuerpo limitado para seguir en forma y me voy un rato al gimnasio de la esquina -ahora hay gimnasios en todas las esquinas- para poder aprovechar bien la tarde en mi importantísimo trabajo.
Y este pobre animalito productor de riqueza llega tarde a casa. La verdad es que casi nunca le espera nadie en casa. Tuvo una novia, pero la amaba mucho menos que al dinero; y llegaba tarde. Las pocas veces que podían encontrar un hueco para verse se retrasaba. Claro, ya no tiene novia. Aunque lo peor es cuando sí le está esperando su familia.
“El mejor regalo que los padres podemos hacer a nuestros hijos es el de tiempo y palabras. (“Entre tener tiempo y tener cosas, hemos optado por lo segundo”, comenta con cierta amargura Gabriel Zaid). Tiempo de calidad y palabras de calidad. Ambos alcanzan su pleno valor porque proceden de afecto más sincero y lo expresan. Todo queda ya impregnado de su aroma, de la ancestral sabiduría del amor. A la vida venimos principalmente a querer y a que nos quieran. O a aprender ambas cosas” (Leer contra la nada, Antonio Basanta, p. 141).
El mejor regalo. Supone orden, supone tener prioridades, saber qué es lo más importante en nuestro día. Si mi tiempo es, ante todo para mí, quiere decir que hemos perdido el sentido cristiano de la caridad. Desde luego cabe la equivocación, porque todos nos equivocamos, de pensar que tengo que dedicar mucho tiempo al trabajo porque hace falta el dinero en la familia. Es más fácil equivocarse cuando algo hay de verdad. Pero se han olvidado las prioridades. Más importante que darles muchas “cosas” a tus hijos, es darles tiempo, en directo, no en diferido.
Lo decía el Cardenal Ratzinger, hace bastantes años: “En esta época de americanización de la vida pública, todos nosotros estamos poseídos por un singular desasosiego, que tras toda forma de quietud sospecha una pérdida de tiempo y en los estados de calma barrunta una negligencia. Se mide y se pesa cada gramo de tiempo, olvidando con ello el auténtico misterio de la temporalidad, el auténtico misterio del crecer y del obrar, a saber, la calma” (“Cooperadores de la Verdad”, p. 464). Hablar a algunos de calma es provocar una reacción, al menos interna, aunque difícil de disimular, de pensar: “¿en qué mundo vive este?”.
Los padres que no se dedican a los hijos les hacen un gran daño, aunque tengan una casa espléndida en la ciudad y un chalet en la playa, y un cochazo de cuidado y unos regalazos de Reyes que no te quiero ni contar. Todo eso es maleducar. Pobres críos que no tienen a sus padres cerca. Y, quede claro, no basta una madre entregada con media jornada de contrato y luego la casa, las compras y… Sí, también algún rato para los niños. Niños perfectamente cuidados por la tata. Cariño, dedicación, seguimiento, tiempo para explicar, rezar juntos, de la madre y del padre. De lo contrario, ¿qué hijos queremos tener?
Ángel Cabrero Ugarte