Vocaciones de jóvenes

 

El día de la gran fiesta de la Purificación, cuando todo el Templo de Jerusalén era un hervidero de personas de toda clase y condición que entraban y salían, Jesús llegó sonriente con sus discípulos y, enseguida, la multitud le reconoció y le rodeaban con gran alegría. De repente, Jesús se paró contempló a aquellos hombres y mujeres a quienes conocía bien, levantó la voz y exclamó: “Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba, El que cree en mí, como dice la Escritura; de lo más profundo de su ser brotarán ríos de agua viva” (Io 7, 37).

Efectivamente, siglo tras siglo, las sucesivas generaciones de cristianos hemos ido experimentando que el cruce de miradas de Jesús, hemos sido tocados por su gracia y hemos experimentado el impacto de su mirada. Lo que sucedió a continuación fue un juego impresionante e impredecible de la gracia de Dios y nuestra libertad personal.

En la intimidad con Jesucristo radica el sentido de la vida, la verdadera felicidad en la tierra y en el cielo. Sencillamente, sólo el amor de Dios puede saciar nuestros corazones.

Evidentemente, las vocaciones de gente joven son urgentes para poder sostener y dinamizar todas las instituciones de la Iglesia y devolverle su frescor y su fecundidad de siglos. Recemos por una Iglesia joven, ágil y dinámica.

La primera conclusión que debemos sacar es querer mucho a los jóvenes, volcarse con ellos, confiar en ellos, darles libertad y toda nuestra comprensión y confianza, pues ellos han perseverado y han llegado a la madurez con fe. Han mantenido viva la fe y el amor de Dios en una sociedad líquida que no ofrece más que una vida sin Dios, sin dogmas y sin principios.

Enseguida hemos de recordar las palabras del santo Padre Francisco que conoce ben la situación actual, primero por su oficio y segundo por ser experto en humanidad, buen conocedor del corazón del hombre de hoy y por haberse metido a fondo en todos los problemas del mundo. Decía el Papa “El Espíritu Santo será quien ponga a los jóvenes a los pies del Maestro. Y Él es capaz de ganarles el corazón y revelárseles en toda su majestad y verdad”.

Efectivamente, volvamos a poner delante de nuestros ojos la figura amable de Jesucristo, nuestro Redentor y nuestro Creador, el sentido de nuestra existencia y la explicación de nuestro vivir.

Vayamos como los fieles de la Iglesia primitiva meditando y descubriendo que Jesucristo es Dios de Dios, Luz de Luz, de la misma naturaleza del Padre, engendrado, no creado. Por tanto, concluyamos con el Concilio de Nicea del 325 que es consustancial al Padre

Enseguida volvamos al Concilio de Calcedonia del 451 y repitamos con naturalidad que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Es decir, repitamos que en la segunda persona de la Santísima Trinidad hay dos naturalezas: inmutabiliter,  inconfuse, indivise, inseparabiliter.

José Carlos Martín de la Hoz