Desde que fuimos bautizados, hace más o menos años, comenzó a producirse en el centro de nuestras almas un fenómeno ciertamente sorprendente: la santificación de nuestra alma y la constante maduración de nuestra intimidad con Jesucristo destinada a durar ya eternamente cuando, finalmente, lleguemos a la casa del Padre para instalarnos en su conversación.
Así pues, los autores de espiritualidad nos insisten en sus tratados, con toda naturalidad, en mantener el “hilo de la conversación con Jesucristo”, algo aparentemente inconcebible: el hecho inaudito de que Dios se interese por sus criaturas. Sin embargo, es una realidad que forma parte del misterio de la creación, el hecho de que Dios haya creado el mundo enteramente por amor y, además, que lo gobierne y sostiene primorosamente con una conmovedora providencia.
Precisamente, el tratado teológico de la gracia nos recuerda que, por una especial donación divina, se nos ha entregado a todos los cristianos el consolador misterio de la “inhabitación de la Santísima Trinidad” en nuestra alma en gracia. Un descubrimiento que no debemos olvidar ni acostumbrarnos. Es decir, Dios desea vivir no solo cerca de los hombres ni alrededor de ellos, sino dentro de sus almas para establecer una particular “comunión de los santos”, en verdadera “comunión” con cada uno de sus hijos cristianos.
Indudablemente, esta realidad sublime forma parte de las verdades que un día aprendimos y grabamos en nuestro interior, no sólo en nuestra memoria, durante las catequesis que recibimos para la preparación de la primera Comunión y sobre verdad consoladora es necesario volver, pues como afirma el Salmo: “gustad y ved qué bueno es el Señor” (Salmo 102).
Efectivamente, nuestra alma inmortal necesita recrearse y ejercitarse en ese tomar y retomar el hilo de la conversación con Jesucristo pues sólo así podremos llevar a cabo el proyecto de vida que la Iglesia nos propone justo al final de la Plegaria Eucarística, durante la celebración de la Santa Misa: “Por Cristo, con Él y en Él”.
Para poder dar gloria a Dios constantemente que es exactamente el fin para el que hemos sido creados todos y cada uno de los seres creados: “ser eternamente felices dando gloria a Dios al hacer su voluntad”, hace falta complicidad. Sólo quien hace las cosas con Jesucristo; pidiendo ayuda, conversando todo, compartiendo todo, puede verdaderamente tener un corazón recto y una intención purificada de modo que puede afirmar que hace las cosas por amor a Dios, por Jesucristo Nuestro Señor. De ese modo, la connaturalidad de la vida con Jesucristo, por una ayuda divina, concluirá en vivir la vida en Jesucristo.
Indudablemente, la llamada a la santidad, a la real y verdadera intimidad con Jesucristo, es sencillamente una propuesta divina de anticipar el cielo en la tierra, de ese modo son felices en el cielo quienes ha sido felices en la tierra, pues el hilo de la conversación no es que nunca se haya interrumpido, sino que se ha recuperado a lo largo de la vida muchas veces.
José Carlos Martín de la Hoz