En tiempos de la revolución francesa los jacobinos no dudaron en enarbolar la bandera de la fraternidad, la igualdad y la libertad y arrastraron a las masas de ciudadanos libres en búsqueda de una equiparación del tercer estado, el pueblo, con la nobleza y con la Iglesia. Con estas palabras el profesor de “Teoría política” de la Universidad de Buenos Aires, Luciano Nosetto, enfila las últimas páginas de la obra que deseamos reseñar y nos confirmará en las conclusiones cómo lograron engrosar y hacer más despótico y centralista que nunca al Estado en Francia.
Asimismo, en la euforia del desarrollo de los acontecimientos y la construcción de la utopía revolucionaria, las masas comenzaron a esgrimir un nuevo culto “los derechos del Hombre”, que enarbolaron con entusiasmo el 26 de agosto de 1789. Hay que reconocer, según nos dice Nosetto que “declararon estos derechos con absoluta convicción, sin tomar nota de que estos nunca han sido vistos ni oídos por nadie (…). Ante la verdad revelada de los derechos del hombre, París se erige en una especie de nueva Roma y este nuevo ‘archipontifice de los derechos del hombre’ termina por arrogarse la autoridad espiritual de decidir cuáles son los legítimos y cuales no” (187).
Como todos recordamos, la revolución francesa terminaría de modo lamentable con miles de muertos y escandalosas contradicciones: la vida y las ideas de muchos franceses fueron destruidas en nombre de una revolución del pueblo. Finalmente, regresaría primero la monarquía restaurada, después tomaría el poder el emperador Napoleón, y, después, habría otra restauración monárquica y, finalmente, la nueva república francesa. En cualquier caso, la declaración universal de los derechos humanos llegaría, pero de la mano del movimiento mundial de la Organización de Naciones Unidas, el 10 de diciembre de 1948.
Muchas veces san Juan Pablo II hizo referencia a la ausencia de la Iglesia católica en la mesa decisoria de la definición y concreción de los derechos humanos. Es lógico que no estuviera pues, aunque los derechos humanos que se aprobaron fueron todos reflejo de la ley de Dios, de la naturaleza humana y correspondían perfectamente con las raíces cristianas su planteamiento de fondo era anticristiano. Por tanto, fueron fruto de la civilización occidental que promovió y apuntaló esos derechos humanos como fundamento para la paz en el mundo y el desarrollo de los pueblos.
Al sentarse en una mesa para decidir los derechos humanos estaban partiendo de la base de que no existía una revelación divina, ni una verdad objetiva y que, en definitiva, no existía una religión verdadera. De ahí que la Iglesia, depositaria de la revelación y de la doctrina de Cristo se ausentara, pero no los principios cristianos que alentaban a las grandes instituciones humanas muchas de las cuales se sentaron en la mesa y aportaron que la Iglesia es: “experta en humanidad y conocedora del corazón del hombre de hoy” (san Pablo VI al cuerpo diplomático, Roma 12 de enero de 1970)
José Carlos Martín de la Hoz
Luciano Nosetto, Autoridad y poder. Arqueología del estado, Editorial Las cuarenta, Buenos Aires 2023, 203 pp.