Me parece que conviene, según están las cosas, recordar o dar a conocer lo que la Iglesia nos enseña sobre la homosexualidad, porque es lo primero que siempre debemos tener presente. El número 2358 del Catecismo nos dice: “Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas. Esta inclinación, objetivamente desordenada, constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza”. Esta es la idea básica para tener en cuenta cuando salen estos temas en las conversaciones o en los medios de comunicación.
No es algo puntual o aislado. “Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición” (n. 2358). Este es un planteamiento cristiano, porque en las enseñanzas de Jesucristo la caridad es lo primero, y porque hay que contar con la cruz.
Es también lógico que el Papa Francisco, en Amoris laetitia, nos recuerde: “En el curso del debate sobre la dignidad y la misión de la familia, los Padres sinodales han hecho notar que, en los proyectos de equiparación de las uniones entre personas homosexuales con el matrimonio, «no existe ningún fundamento para asimilar o establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia»” (n. 251).
Nos recuerda así la doctrina de la Iglesia en este punto, sin olvidar lo que ya dice el Catecismo, pero que no se puede dejar de lado: “La Iglesia hace suyo el comportamiento del Señor Jesús que en un amor ilimitado se ofrece a todas las personas sin excepción. Con los Padres sinodales, he tomado en consideración la situación de las familias que viven la experiencia de tener en su seno a personas con tendencias homosexuales, una experiencia nada fácil ni para los padres ni para sus hijos. Por eso, deseamos ante todo reiterar que toda persona, independientemente de su tendencia sexual, ha de ser respetada en su dignidad y acogida con respeto, procurando evitar «todo signo de discriminación injusta», y particularmente cualquier forma de agresión y violencia” (Amoris laetitia, n. 250).
Esto es lo que se debe recordar siempre. La dignidad de la persona. Sabemos que, en otras épocas de la historia, quizá solo hace unas pocas décadas, se ha ridiculizado al homosexual, como si en su situación fuera culpable de algo. En los tiempos que vivimos hay una mayor -quizá no total- sensibilidad para considerar el problema de estas personas, procurando ayudarlas.
Entendemos que es complejo para ellos, por la atracción que sienten, dejar de lado toda relación sexual con otros homosexuales. Y ahí la Iglesia está siempre disponible para ayudar con los sacramentos y el acompañamiento espiritual. Al mismo tiempo recuerda que una unión entre homosexuales es antinatural y debe evitarse siempre. Así lo ha recordado el Papa en el último documento publicado, dejando bien claro que no se puede equiparar una unión de ese estilo con el matrimonio.
Que un sacerdote bendiga a una pareja de homosexuales siempre se entendería como una cierta aprobación. El amor de la Iglesia por las personas lleva a los ministros a cuidar a cada persona siempre, a ponerse a disposición para lo que haga falta, pero nunca puede aprobar una unión de esa naturaleza.
Ángel Cabrero Ugarte