Es interesante descubrir que en nuestra cultura actual y, a pesar de que la revolución del 68 terminó hace tiempo, sigue estando de moda y en plena vigencia el deseo de conocer y aprender a vivir el camino del amor humano tal y como lo subrayó Jesucristo con su presencia y milagros en una bulliciosa boda en Caná de Galilea hace más de veinte siglos.
La perspectiva del amor humano en tránsito hacia el amor sobrenatural que marca el camino de la vida de la mayoría de los cristianos, viene maravillosamente reflejada en la obra de san Agustín “de bono matrimonii” cuando resalta que el sacramento del matrimonio constituye el paso del amor natural al amor sobrenatural.
De hecho, para el catecismo de la Iglesia Católica el nivel se pone tan alto que afirmará que “el matrimonio es una comunidad de vida y amor” y lo compara con la Iglesia en comunión con Cristo.
Todo esto viene a conducir que el amor conyugal no se reduce a “politesse” o a mera convivencia pacífica, ni a la virtud de la caridad exigida por Cristo como señal de la Iglesia que acababa de fundar. Es una comunidad de vida y de amor de una intensidad tan plena que termina por constituirse en una familia con los hijos en imitación del hogar de Belén.
Es indudable que el matrimonio como sacramento proporcionará a los esposos una gracia supletoria destinada a poder cumplir con las pertinentes responsabilidades que conllevan la nueva situación esponsal. Es decir que existe una gracia proporcional al nuevo estado además de la gracia santificante y de las actuales, de los dones del espíritu Santos y las virtudes teologales.
En cualquier caso, la gracia no destruye la naturaleza, sino que la supone y la eleva, como afirmaba santo Tomás al comienzo de la Suma Teológica, lo que quiere decir que lo sobrenatural se apoya en lo natural.
Los casados no son ángeles, sino hombres y mujeres normales. De ahí que lo primero que se les pide es ser normales para poder asumir las responsabilidades y la gracia correspondiente.
La responsabilidad del marido respecto a su mujer es entregarse completamente cada día a ella, no para formarla y educarla, sino para, con la gracia de Dios, darle seguridad, amarla, hacerla feliz.
Esa donación se corresponde con la misma disposición de la mujer respecto al marido, no para corregirle y enmendarle sino para que, con la gracia de Dios, se sienta comprendido, amarle, hacerle feliz.
Por tanto, el amor humano es, con la gracia de Dios, transformante, capaz de generar unas sinergias superiores a lo meramente natural; un camino de eternidad.
José Carlos Martín de la Hoz