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En la mayoría de los países occidentales se percibe una descristianización acelerada que lleva a un planteamiento materialista en las personas, aunque quizá habría que decir que el materialismo patente hace que las personas se alejen de la trascendencia, del auténtico fin de los hombres y mujeres. Esto es tan obvio que no haría mucha falta volver a insistir, pero es tan grave que sí que merece la pena volver a insistir. Quizá, sobre todo, porque hay ambientes en nuestra sociedad española -no sé en otros sitios- en los que hay más consciencia de esa sociedad materializada, desespiritualizada y, por lo tanto, infeliz.
El intrascendente se materializa, se animaliza. Quien se olvida de sus principios cristianos se convierte en un egoísta totalmente pernicioso para la sociedad. Lo simplemente físico, material, no hace feliz a una persona que tiene alma espiritual y un fin trascendente. Pero resulta que hay tantas apetencias tentadoras en la sociedad moderna occidental que el hombre, la mujer, se olvidan de para qué existen.
Tarde o temprano se dan cuenta de que a base de placeres la persona no puede realizarse. Lo triste es que suele ser tarde, porque temprano tienen poca experiencia y muchas tentaciones asequibles en el mundo materialista de los móviles y de las modas. Luego, con el tiempo, advierten que, con tanta superficialidad y tanto egoísmo, se les ha pasado el tiempo adecuado y no pueden formar una familia, han tenido tantas experiencias que lo que les pesa es la vaciedad de lo vivido.
No es fácil tener el dato del número de suicidios y si se oculta es precisamente porque es preocupante. Chicos jóvenes. Gentes que llegan a la conclusión de que no merece la pena la vida, por el modelo de vida en el que se han maleducado. Hay personas, no pocas, que después de bastantes años yendo y viniendo, se dan cuenta de que no han llegado a nada y adivinan que lo único que llena es la vida cristiana, y vuelven a la iglesia, a encontrarse con la Penitencia y la Eucaristía y, por lo tanto, con esa paz que no tenían. Pero claro, con frecuencia es tarde.
Tarde para construir una familia cristiana con todas las de la ley. Con hijos, todos los que Dios quiera, con la alegría de fondo que surge de una vida justa de medios, lejos de lujos, sin lugar para caprichos. Porque cuando hay muchos hijos hay que repartir, hay que ingeniárselas para poder llevarlo a una buena educación, porque no es fácil andar de aquí para allá con viajes de lujo. Y entonces los hijos crecen de una manera muy distinta, educados en la sobriedad y en la templanza, virtudes tan lejanas a los ambientes occidentales.
La situación general es muy preocupante y, por eso, da mucho gusto comprobar que no faltan familias jóvenes que no miden los niños que desean tener: la parejita, tres a lo sumo. Esas familias que tienen muchos hijos y, por eso, muchos hijos felices. Ahí no caben egoísmos ni caprichos. Lo cual, viviendo en esta sociedad en que viven, tiene mucho más mérito.
Vivir de verdad en cristiano es algo muy distinto a lo que vemos, muy generalizado en países de tradición cristiana como España o Italia y otros de Europa, donde ya han abandonado el afán de hacer la voluntad de Dios, porque solo piensan en tener, en los gustos, en los caprichos, en los viajes. Así se llenan las ciudades de turistas hasta un límite verdaderamente agobiante. ¡Todos viajando!
Ángel Cabrero Ugarte