Ha sido una tendencia de muchas personas el deseo de retirarse a lugares tranquilos donde se aprecia el silencio. Llegar a lugares de la naturaleza donde solo se escucha el piar de algunos pájaros o las ramas de los árboles movidos por el viento. Momentos de disfrutar de lo más natural, de un silencio que llena de paz, que invita a la reflexión, a un descanso psíquico que con frecuencia echamos en falta cuando nuestra vida transcurre en el ir y venir con muchas preocupaciones por la ciudad ruidosa.
Pero en varias ocasiones me he dado cuenta de que hay quienes tienen miedo al silencio. Quizá están tan metidos en el ruido constante de la calle, en casa con la televisión siempre encendida, con el murmullo de fondo cuando están tomando algo con los amigos en un bar, o con los ruidos hasta en la liturgia, que ya es el colmo. Cuando se encuentran con el silencio tienen una sensación tenebrosa, una experiencia de lo desconocido, un vacío desolador para sus oídos llenos de gritos.
Esto es especialmente llamativo cuando lo notamos quienes agradecemos mucho los momentos escasos de tranquilidad sin ruido, quienes disfrutamos de la naturaleza entre otras cosas por esa paz silenciosa que se percibe. Nos produce gran sorpresa observar que el silencio les sobrecoge y les asusta. Y esto no deja de ser preocupante.
Es interesante descubrir que ya la Madre Teresa de Calcuta era consciente de este problema: “Por lo que he podido ver, en la vida moderna hay demasiado ruido y, por eso, mucha gente tiene miedo del silencio. Como Dios sólo habla en el silencio, el ruido es un gran problema para los que buscan a Dios. Muchos jóvenes, por ejemplo, no saben reflexionar y actúan simplemente de manera instintiva”[1]. Es lo tremendo, para muchas personas, que pierdan su capacidad de reflexión profunda, que sean solo idóneos para cuestiones laborales de más o menos profundidad y para buscar diversión, pero incapaces de una reflexión sobre su vida y, lo que es más importante, sobre el sentido último de su existencia.
Escribe Benedicto XVI: “El desierto es el lugar del silencio, de la soledad; es alejamiento de las ocupaciones cotidianas, del ruido y de la superficialidad. El desierto es el lugar de lo absoluto, el lugar de la libertad, que situó al hombre ante las cuestiones fundamentales de su vida. Por algo es el desierto el lugar donde surgió el monoteísmo. En este sentido, es lugar de la Gracia. Al vaciarse de sus preocupaciones, el hombre encuentra a su Creador”[2].
Es indudable que no hace falta irse al desierto, pero la imagen es gráfica. No es necesario irse tan lejos, pero hay modos, momentos, lugares, donde podemos encontrar esos tiempos de reflexión, de encuentro con lo trascendente, de posibilidad de oír la voz de Dios en nuestro interior. Pero se nota, con cierta frecuencia, que esto asusta a no pocas personas. Podemos pensar que sobre todo jóvenes, pero hay bastantes personas bien llegadas a la madurez que sienten horror de encontrarse con la verdad que les dicta su conciencia.
“El silencio contemplativo es un silencio de adoración y de escucha del hombre que se presenta ante Dios. Presentarse en silencio ante Dios es orar. La oración nos exige conseguir hacer el silencio para oír y escuchar a Dios”[3].
Ángel Cabrero Ugarte
[1] Madre Teresa de Calcuta, Camino de sencillez, Ed. Planeta, p. 61
[2] Josep Ratzinger, El camino pascual, BAC 2005, p. 14
[3] Robert Sara, La fuerza del silencio, Palabra 2016, p. 78