Es bastante sorprendente observar los contrastes que se dan en nuestra sociedad, donde nos encontramos con matrimonios sin hijos, otros que solo tienen uno, más frecuente encontrar “la parejita”, pero también encontramos no pocas familias con 4, 5 o 6 niños. Las reacciones son muy variadas. Los que viven en ambientes de pocos niños se sorprenden, a veces incluso se manifiestan asustados, al ver las familias con cinco chavalitos pequeñajos.
De todo hay y no cabe duda de que ver a una familia numerosa de niños lleva a una reflexión inmediata: los padres han sido muy generosos. Han aceptado complicarse la vida para conseguir semejante tesoro. Esto no quiere decir que ese matrimonio que solo tiene un chiquillo de diez años es porque son egoístas o demasiado amarrones. En muchas ocasiones es porque no han llegado más, o que la mamá o el papá tienen una enfermedad que les impide tener más hijos, etc.
Es decir, no podemos juzgar en ningún caso, porque nunca sabremos por qué y por qué no. Es indudable que ese matrimonio que tiene cuatro o cinco hijos han sido valientes, a sabiendas de que supone trabajo, dedicación, vigilancia educativa. No cabe duda. Pero al revés no podemos juzgar: porque estos no tienen más que uno o dos hijos.
Lo que sí llama la atención en nuestra sociedad es que en general nos muestra muchos menos hijos. No vamos a juzgar nunca en particular, pero sí en general podríamos decir que es hay un problema de fondo bastante preocupante. Muchas veces el problema es que se casan más tarde que hace medio siglo. Si eso sucede, muchas veces, con demasiada frecuencia, es problema del tipo de trabajo, de los horarios desmedidos de ciertas empresas, etc.
Aunque quizá podríamos decir que podría haber algo de responsabilidad en esas personas que pudiendo elegir, se quedan con un trabajo agotador porque cobran “un pastón”. Las empresas con frecuencia se aprovechan de ciertos jóvenes más disponibles y les tienen currando 12 horas al día. De ahí no es fácil salir y, con esos horarios no es fácil conocer a la mujer que pueda ser madre de sus hijos o al marido que la pueda hacer feliz.
Lo he contado muchas veces, el ejemplo que ponía un sacerdote en su predicación, de unos que se casan a una edad buena y los dos, marido y mujer, se embarcan en sendos trabajos muy exigentes, con la preocupación de fondo de poder tener una cierta estabilidad económica familiar. Tienen un hijo, pero entre jornadas intensivas y lios varios, no tienen más. Quizá porque se les hizo tarde, quizá porque se les pasaron los años casi sin darse cuenta. Un matrimonio cristiano, normal. El hijo se hizo mayor y le regalaron una moto. Tuvo un accidente y se mató. Solo entonces hicieron una reflexión sobre lo pobre que había sido su vida.
También hay otros muchos que con el tiempo son más conscientes de lo problemático que es el hijo único. Incluso la parejita. Es muy difícil educar bien en esas circunstancias, porque lo que sale es mimar, es consentir, en un ambiente absolutamente distinto que el que se crea en una familia numerosa.
Me parece que sería muy bueno para nuestra sociedad y para las familias que hubiera un cierto empeño del poder público para incentivar la procreación, por el bien de la sociedad y por el bien de las familias.
Ángel Cabrero Ugarte