María es, como la llama su prima Isabel, la “bienaventurada” (Lc 1, 45).
Aquella que se atrevió a vivir de esa manera tan sencilla y radical a la vez. Ella es la bienaventurada que se sabe pobre y frágil, que no confía en sí misma, sino en Dios y en los demás.
La bienaventurada que consuela y llora, que une y no deja tirado a nadie.
La bienaventurada que tiene hambre y sed de dar su tiempo y su vida por los demás.
La bienaventurada que no se contenta con medianías, sino que quiere cambiar el mundo con su mirada.