En los años veinte, Estados Unidos era un país obsesionado con la magia, y no sólo la que se exhibía en los teatros y escenarios, sino también la magia de la tecnología, la ciencia y la prosperidad. Las habilidades del ilusionista Charles Carter superaban incluso a las del gran Houdini. Impulsado por su pasión por la magia, que nacía de su desesperación y soledad, Carter se había convertido en una auténtica leyenda viva. Sus espectáculos incluían unos escenarios elaborados y sorprendentes donde llevaba a cabo sus números ante una audiencia cada vez más exigente.