Nací en Granada un día de invierno y, en la ciudad de la Alhambra, sigo viviendo después de un largo deambular. Fue también en esta ciudad donde me hice médico, una profesión que no logró colmar mis ansias de expresión, aunque sí calmar mi espíritu.
Un ansia creativa me animó a cambiar de rumbo. La ciencia de los ordenadores me ofreció nuevas expectativas y, durante años, dediqué mi tiempo al diseño gráfico y la infografía. Media vida en una multinacional de prestigio acrecentó aún más mi ímpetu por crear.
Cuando decidí escribir, descubrí una vocación dormida. Crear y dar forma a mundos inexistentes y a las almas que los habitan, me conmovió. Sentí entre mis manos un instrumento capaz de producir los acordes más sublimes.
“Luciérnagas en la niebla” fue la historia que siempre deseé vivir. Un relato al estilo de mi admirado Arthur C. Clarke. Un escrito de ciencia ficción dura.
He de reconocer que visité mundos y épocas que solo existen en los sueños. De la blancura del papel surgió un universo y unos personajes que cobraban vida entre sus virtudes y mezquindades. Pero no hay gozo que sea seguido de añoranza y, como una droga implacable, la necesidad de escribir me corroyó.
“Sol Negro” fue mi segunda incursión en este arte milenario. Un reto que exigió de profusa documentación y creatividad. Una historia de ficción científica en torno al acelerador de partículas y con la sombra del resurgimiento del nazismo.
Pero es quizás con mi última novela, “El ángel que contaba las estrellas”, con la que más riendas he dado a mi imaginación. Un escrito repleto de originalidad y proyección de futuro. Una extrapolación en el tiempo, del lado oscuro de la tecnología.
Sigo escribiendo. Es lo que me hace sentir vivo. Considero que no hay mayor recompensa que la de ser leído. Al menos por un lector, al que logres infundirle tus sueños.