La chica que leía en el metro

Juliette toma el metro todos los días a la misma hora. Y lo que más disfruta del trayecto es observar a aquellos que leen a su alrededor. La vieja dama, el bibliófilo de rarezas, el estudiante de matemáticas, la joven muchacha que llora en la página 247. Juliette los mira con curiosidad y ternura, como si sus lecturas, sus pasiones, la diversidad de sus vidas pudiesen dar color a la suya, monótona y previsible. Sin embargo, un día decide bajar dos estaciones antes de lo habitual, tomar un nuevo camino para ir a trabajar, sin saber que su vida estará a un solo paso de cambiar para siempre: "Una bella fábula dotada de un pequeño toque de locura para todos aquellos que quieren cerrar un libro con la sonrisa en sus labios" (Lire).

Ediciones

Edición Editorial Páginas ISBN Observaciones
2018 Debolsilllo
272
978-84-663-425

Ilustraciones de Nuria Díaz

Traducción de Noemí Sobregués

 

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Novela actual, ambientada en París, una historia sobre libros, sobre el amor a la literatura y la influencia de la lectura en nuestras vidas. La protagonista es Juliette, una joven que trabaja en una agencia inmobiliaria como vendedora de pisos y lleva una vida rutinaria, vacía y metódica. Todos los días toma el metro a la misma hora y observa a los viajeros que van leyendo: “le gustaba leer en los ojos de los demás sus deseos y sus sueños, incluso anticiparse a ellos a través de sus lecturas”. Hasta que un día, en una calle escondida, descubre una antigua fábrica con un cartel de grandes letras azules:”Libros sin límites”. Allí, rodeados por infinidad de libros, viven Solimán y su pequeña hija Zaida, de origen iraní, que son pasantes de libros, su misión es “elegir un lector, alguien a quien habrá observado, incluso seguido, hasta intuir el libro que esa persona necesita” (p. 55).

Narrada en tercera persona omnisciente, aunque con el epílogo en primera persona y con párrafos en estilo indirecto libre por parte de la protagonista, la obra se plantea como un cuento con un toque de magia y de encantamiento. La aparición de Solimán, de la pequeña Zaida, de la antigua fábrica comparada con un paraíso (palabra que proviene del persa, “jardín cerrado”), como un reducto de los Jardines de Oriente, y su extraña misión le confieren al relato un toque fantástico, que cambia la monótona vida de Juliette, que se plantea: “¿Te tumbarás a ver un programa tonto en la tele? ¿Darás vueltas una vez más a tu soledad?”, o ¿será capaz de arriesgarse y ayudar a Solimán?

Con un lenguaje poético y bellas descripciones sobre los recuerdos de la infancia, las luciérnagas o las puestas de sol, la novela habla sobre todo de la importancia de la literatura en la vida. Juliette se metía en cada historia, en cada libro, como en una piel brillante y nueva, y creía que con libros se podía insuflar un poco de energía, un poco de valor o de ligereza  a los demás, porque “había acabado creyendo que dentro de los libros se ocultaban todas las enfermedades y a la vez todos los remedios…; porque encontrar a tu alma gemela en medio de una novela africana o de un cuento coreano te ayudaba a entender hasta qué punto las personas sufrían por las mismas cosas, hasta qué punto se parecían” (p.232).