Tengo la impresión de que cada vez se ven menos sacerdotes vestidos de tales por las calles de Madrid. Quizás es por eso por lo que, al ir por la calle, con mi traje negro y alzacuellos bien visible, tenga experiencias curiosas y variopintas. Lo que sí está claro es que a la mayoría de las personas les llama la atención encontrarse con un cura reglamentario.
Y, desde luego, no quiero evitarlo. No quiero decir que vaya por la vida exhibiéndome, pero no me gustaría disimular nunca mi condición de sacerdote, que es sin duda un gran regalo de Dios. Si voy siempre de cura es porque siempre he considerado que a la gente le sirve. No digo que a todos les guste, porque siempre me puedo encontrar el típico ateo rabioso a quien mi presencia le molestará, pero pienso que a muchas personas les sirve, al menos como un recordatorio.
Las reacciones, como digo, son muy diversas. Hace unos pocos días me encontré por la acera de mi casa a una niña de unos dos años, aproximadamente, que se quedó totalmente parada, sin decir una palabra, mirándome fijamente con ojos de auténtica curiosidad. Era como si pensara: “en algún sitio he visto yo a este señor”. Su abuelo le sopló: “dile hooola”. Pero la pobre criatura no tuvo tiempo de reaccionar a mi saludo. Era para ella una sorpresa.
Hay hombres que, al cruzarse con un cura, después de la sorpresa primera, enseguida miran para otro lado. Son aquellos que no solo no quieren saber nada conmigo, sino que les molesta mi presencia. A mí, en el fondo, me gusta, porque siempre será provechoso un encuentro con un representante de Dios por la calle.
El otro día me crucé con uno de los políticos que salen en la televisión un día sí y otro no y que, por lo tanto, si te lo encuentras le reconoces. Al pasar a mi lado hizo una leve inclinación de cabeza con una sonrisa amable. Se alegraba de ver a un sacerdote. También yo le saludé, lógicamente, pero no le pedí un autógrafo…
Hay hombres y mujeres de cierta edad que sonríen con una mezcla de sorpresa y alegría conmovedoras. Se sienten acompañados. Por supuesto saludan, aunque sea con una leve inclinación de cabeza, como el político, acompañada de su sonrisa. Y algunos que miran con cara de odio, y miran para otro lado, como si mi presencia les molestara.
En una terraza de un bar por donde paso casi todos los días, en una ocasión, hace ya unos meses, se levantó un señor de unos cincuenta y tantos y me dijo que si podría bendecirle su negocio. Le dije que sí, que por supuesto. Quedamos un día y se demostró que lo que quería, más que nada, era hablar con un sacerdote, cosa que no hacía desde mucho tiempo atrás. La siguiente vez que le vi, en la misma terraza, al pasar le saludé y, de modo notorio, sus acompañantes se sorprendieron y se rieron: él saludando a un cura. No le he vuelto a ver.
En otra terraza había un grupo de hombres de mediana edad bastante achispados y uno, al verme, dijo en voz muy alta: “viva Jesucristo”. Le hice señal con el dedo de estar de acuerdo y seguí mi camino. No es fácil establecer diálogo con borrachos. Pero he de decir que en los muchos años que llevo en Madrid nunca he tenido una sensación tensa, de alguien que insulta o hace gestos obscenos. Creo que la gente, en general, sabe estar y respeta.
En todo caso, está claro que, en este mundo bastante lejano de Dios, la presencia del sacerdote, presencia nítida e inequívoca, hace mucho bien, a cualquiera y de modos distintos. Es una pena que algunos vayan disimulando su condición por nuestras calles.
Ángel Cabrero Ugarte
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Recuerdo un matrimonio de
Recuerdo un matrimonio de esos que acogen niños saharauis durante el verano. Me encontraba yo en su casa y tenían uno entonces. Apareció por la puerta un sacerdote vestido de tal y el niño exclamó: ¡El mulhá! Que Dios le bendiga por saber distinguir a un servidor de Dios.