Al recorrer la «Vía de la Cruz» quedamos sobrecogidos por dos constataciones: la certeza del poder devastador del pecado y la certeza del poder sanador del amor de Dios. El poder devastador del pecado: la Biblia no se cansa de repetir que el mal es mal porque hace mal; los profetas denuncian el endurecimiento del corazón que causa una terrible ceguera y hace que ya no pueda percibir la gravedad del pecado.
Jesús, entrando en el entramado de esta historia devastada por el pecado, ha dejado que el peso y la violencia de nuestras culpas hicieran mella en él; por eso, mirando a Jesús se percibe claramente lo devastador que es el pecado y lo quebrantada que está la familia humana, es decir: ¡Nosotros! ¡Tú y yo!
¡Por nuestra causa fue crucificado! Al morir, Jesús se ha sumido en la experiencia dramática de la muerte tal como ha sido configurada por nuestros pecados; pero, muriendo, Jesús ha llenado de amor el morir y, por tanto, ha colmado a la muerte de la fuerza opuesta al pecado que la ha generado: Jesús la ha llenado de amor