En 1947 el etnólogo noruego Thor Heyerdahl había llegado a la conclusión de que, quinientos años antes de Cristo, una raza de hombres blancos había vivido en Perú, cerca del lago Titicaca, donde dejaron su impronta en forma de estatuas gigantescas. Derrotados por hombres de una raza pre-incaica, de piel oscura, Kon Tiki y sus compañeros se echaron al mar hasta llegar a las islas polinesias que colonizaron. También allí se representaron a sí mismos con estatuas gigantescas, de las cuales las más famosas son los "moais" de la isla de Pascua. Nuevamente derrotados, esta vez por polinesios llegados desde el oeste en grandes canoas, los supervivientes se mezclaron con la raza polinesia, pero siempre conservaron el recuerdo de Kon Tiki, el hijo del sol, que había venido de oriente. Heyerdahl conocía dibujos de las balsas a vela en las que navegaban los indígenas cuando llegaron los españoles, pero en el siglo XX nadie estaba dispuesto a admitir que con este tipo de embarcación se pudiera atravesar el Pacífico. Para demostrar que su hipótesis era plausible Heyerdahl no tenía más remedio que construir una balsa y hacer el mismo recorrido que pudo realizar Kon-Tiki. Y así lo hizo.
Edición | Editorial | Páginas | ISBN | Observaciones |
---|---|---|---|---|
2007 | Editorial Juventud |
320 |
9788426107480 |
Comentarios
Dentro de la literatura de aventuras “La expedición de la Kon-Tiki” ocupa un lugar muy especial. En 1947 seis hombres, cinco noruegos y un sueco, construyeron en Perú una embarcación de troncos de madera de balsa, al modo indígena, y con ella recorrieron más de cuatro mil millas náuticas, una quinta parte de la circunferencia terrestre, empujados por el viento y las corrientes marítimas. Tardaron cien días en realizar la travesía y el 7 de agosto de 1947 la “Kon-Tiki” embarrancó en el arrecife de Raroia, en la Polinesia francesa. La narración tiene momentos de emoción en la lucha contra el mar y por la aparición de enormes y extraños animales marinos, pero también abundan las jornadas de navegación plácida en contacto con la naturaleza. Todo el relato tiene un gran interés, pero hay cuadros imponentes como la subida a la selva para cortar los enormes árboles de balsa que formarán la embarcación; la escena de los expedicionarios pescando tiburones tirándoles de la cola (hay testimonios gráficos para quien se resista a creerlo) o la entrañable recepción de los polinesios de Raroia. El autor sabe transmitir el orgullo por la hazaña realizada y la satisfacción de ver confirmada su hipótesis: que hombres llegados de América en balsas pudieron colonizar la Polinesia oriental relacionando así las dos orillas del Pacífico.