La señora Osmond, la Isabel Archer de El retrato de una dama de Henry James, heredera de una gran fortuna legada por su tío, huye de Roma tras descubrirse traicionada por su marido y madame Merle, a quien creía su amiga, y se refugia en Londres, donde después de encontrarse con la señorita Janeway y su amiga Henrietta Stackpole, decide hacer frente a sus fantasmas y tratar de recuperar la libertad y la independencia que habían sido el motor de su juventud. Para ello, regresa a Roma con un plan que pocos de los que la conocían hubieran imaginado que alguien como ella pudiese urdir.
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Difícil reto el que se ha
Difícil reto el que se ha propuesto John Banville con La señora Osmond, meterse en el pellejo de Henry James para ofrecernos una secuela, o como él prefiere llamarla, “una finalización” de una de las obras maestras de la literatura universal, El retrato de una dama; novela publicada por entregas entre 1880 y 1881 en las revistas The Atlantic Monthly y Macmillan’s Magazine, muy poco después en formato de libro, y finalmente revisada por el propio autor para su edición definitiva en 1908. Sin embargo, para el novelista irlandés nacido en Wexford en 1945, premio Príncipe de Asturias 2014 y eterno aspirante al Nobel, no es algo novedoso. A través de su heterónimo Benjamin Black, ya se metió en la piel de Raymond Chandler con su novela La rubia de ojos negros; la continuación de El largo adiós realizada bajo los auspicios de los propios herederos de Chandler.
Sin embargo el reto es ahora mucho mayor.
Henry James alcanza muy pronto un estilo propio y personal, algo sumamente importa para un escritor y aún más para un escritor como él, que sostenía que: “En la literatura uno avanza por un mundo en el que no se sabe nada excepto el estilo, pero en el que también todo se salva por ese mismo estilo”. En su relativamente temprana Daisy Miller (1878), ya nos encontramos con esa voz elegante tan característica de su autor, esa voz que describe de forma tranquila y serena la psicología de cada personaje no tanto valiéndose de sus actos, que también, como sumergiéndose en el a menudo proceloso mar de sus pensamientos.
Puede sonar a perogrullada, pero es aconsejable leer a Henry James en su idioma original. Hay cosas que resulta muy difícil plasmar en una traducción. La musicalidad de su prosa es tal que, si nos dejamos llevar por ella, casi que resulta indiferente lo que nos esté contando. Su ritmo y belleza sonora llegan a hipnotizarnos como si de un encantador de serpientes se tratara.
Pues con estos antecedentes, Banville se atreve a coger la pluma de Henry James y cerrar el célebre final abierto de El retrato de una dama; y lo cierto es que lo hace con maestría, como el grandísimo escritor que es, aunque la novela se cierre con un final no menos abierto. Hay que decir que si bien no es imprescindible, sí que es aconsejable haber leído previamente la novela de James para disfrutar en toda su complejidad de La señora Osmond.
Cada lector de El retrato de una dama le habrá imaginado una posible continuación y el lector Banville ha puesto la suya negro sobre blanco. Acompañada de su doncella Staines, Isabel regresa a Roma, previo paso por Londres, donde de la mano de la señorita Janeway, conoce de cerca el movimiento sufragista. Durante su estancia en la capital londinense son memorables las escenas gastronómicas, en las que se vierte una hilarante crítica sobre la cocina vegetariana y la inglesa.
Con todo, no sería justo calificar a La señora Osmond de mero ejercicio estilístico, puesto que va mucho más allá. En la novela puede apreciarse la evolución de buena parte de los personajes que ya aparecieran en la obra de James. Porque Banville recupera a la mayoría de estos: la vehemente amiga de Isabel, Henrietta Stackpole, el señor Osmond, Serena Merle, la condesa Gemini, la señora Touchett, los pretendientes Lord Warburton y Caspar Goodwood, la angelical hijastra Pansy y su enamorado el señor Rosier, y sí que echamos en falta al primo Ralph Touchett, al que Banville ha decidido hacer pasar a mejor vida, siendo éste el motivo o excusa del regreso de Isabel a Londres con que comienza la novela. En particular es de destacar la evolución de la protagonista, Isabel Archer; la señora Osmond de la historia. Aunque Banville no deja de ser respetuoso con el punto de vista de su heroína, tal y como lo heredara de El retrato de una dama, vemos como el personaje pasa de esa sufrida ingenuidad con que la caracteriza James, a convertirse en una Isabel mucho más ambigua que llega a armarse del coraje suficiente para, después de la traición sufrida, ajustar cuentas, respondiendo con una venganza bastante más elegante y sutil que la del Dantès de Dumas, aunque no por ello menos efectiva.
No son sin embargo muy halagüeñas las opiniones que en la novela se vierten sobre el matrimonio, “un enorme anacronismo, tan enorme como la vida misma; tan enorme coma la muerte”, o la vida conventual. Y si bien la protagonista busca con ansia la libertad y el ideal de felicidad, “ir en un coche tirado por cuatro caballos en plena noche por caminos desconocidos”, parte de unas premisas cuando menos discutibles.
En definitiva, una lectura amena para quienes disfruten de la narrativa de calidad, en la que prima la cuidada construcción de cada frase, y para los que gusten de adentrarse en la psicología de los personajes leyendo capítulos en los que aparentemente no pasa nada, aunque en verdad sea mucho lo que sucede, solo que en la mente de los protagonistas. Y todo ello de la mano de un autor con quien puede discreparse en algunos temas, pero del que no cabe cuestionar su enorme calidad literaria.