«¡Todo pasa, sólo el amor permanece! Esta idea tan simple se ha ido grabando cada vez más profundamente en mi corazón desde hace muchos años. Los médicos habían hablado muy claro: la rarísima enfermedad que me estaba quitando progresivamente la vista no me daría tregua. En poco tiempo —me decían— me quedaría ciega. Se trataba de una enfermedad incurable que me causaba continuos e intensos dolores por todo el cuerpo y que ningún analgésico lograba calmar. Y sin embargo, a pesar de que la situación era humanamente insostenible, en mi interior experimentaba una profunda paz.