Podríamos decir que al autor le duele la España actual, y lo siente no desde la teoría sino en la práctica de gobierno municipal. Por eso ha reflexionado sobre la actual administración pública en la deriva del Estado de las Autonomías, que lleva a España por malos derroteros.
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«España no es un Estado federal. No existen los supuestos históricos ni jurídicos, aunque la resultante del proceso estatuario muestre característica cercanas. Ni como quiere hacer ver el presidente de gobierno: una nación de naciones. No se puede gobernar por encima de la constitución» (p. 58).
Luego analiza los nacionalismos, inclinados a la deslealtad constitucional, y el constitucionalismo español en el siglo XX, así como la soberanía de la Nación Española. Propone la reforma de la Constitución para frenar esa deriva disolvente de las Autonomías en manos de los nacionalismos: «Seguro que hace falta una segunda transición y que esto se deba, precisamente, a la necesidad de modificar o normalizar algunos, muy pocos, de los aspectos más polémicos, avivados por los nacionalistas, como son: las lenguas cooficiales, la permanente transferencia de competencias a las Comunidades Autónomas, que vacían de contenido al propio Estado, la distinción con claridad, de nacionalidades y regiones, la reforma del Senado y la modificación de una ley electoral, como la actual, que permite que los partidos nacionalistas, siendo minoritarios tengan demasiado poder e influencia en la política nacional, que utilizan de forma abusiva» (pp. 96-97). Muy claro y coincidente con el sentir común de los expertos, y del pueblo llano.
Reconoce que fue un acto grandioso de generosidad y de perdón la elaboración de la Constitución de 1978 con voluntad de forjar un futuro de libertad para todos. Pero la evolución del Estado de las Autonomías ha minado las bases de nuestra convivencia constructiva, con el riesgo de romper aquel gran consenso.
Es bueno que recuerde los principios morales y éticos contenidos en la Constitución, pues no se puede vivir sin justicia y sin verdad. Y por desgracia no abunda entre la clase política, especialmente en los últimos tiempos. Los casos de corrupción, de sectarismo y de intentos de destruir del adversario, se contagian al público como un cáncer que tiene que ser extirpado para recuperar la salud. No creo algunas Autonomías lean con agrado esta obra. Ciertamente el autor muestra con crudeza la preocupación por la deriva desintegradora pero no es apocalíptico, pues Galbeño piensa que el pueblo español puede y debe recuperar el sentido de unidad, y la política la razón de Estado y de servicio a la comunidad.