El canto del Pueblo Judío asesinado

Itsjok Katznelson se enfrentó cara a cara con el mal en el gueto de Varsovia el 14 de agosto de 1942. Al volver con su hijo mayor del taller en el que trabajaban, encuentran su habitación vacía. Su mujer y sus hijos menores habían sido deportados a un campo de exterminio. A la catástrofe colectiva se suma ahora la personal. En el gueto está como en trance; escribe torrencialmente noche y día y sus poemas circulan en centenares de copias que llaman a la lucidez y a la resistencia frente al gran objetivo de exterminar y no dejar rastro. Consciente de ello, impulsado por la desesperación, Katznelson, preso ahora en un campo de internamiento en Vitell, Francia, al que había logrado huir con su hijo mayor, gracias a la ayuda del movimiento clandestino judío, compone una elegía que canta el horror. Un mes antes de su deportación a Auschwitz, donde se pierden sus huellas, Katznelson oculta el manuscrito en tres botellas selladas y las entierra bajo las raíces retorcidas de un viejo pino, cuyas señas difunde entre sus compañeros. El 12 de septiembre de 1944 Vittel es liberado y una interna, Miriam Novich, desentierra y da a luz El canto del pueblo judío asesinado.

Ediciones

Edición Editorial Páginas ISBN Observaciones
2007 Herder
286
9788425423246

Edición trilingüe Ídish-Castellano-Judeo Español

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Imagen de JJiménez

Los quince cantos, compuestos a su vez de otras tantas quince estrofas, que conforman este Canto del Pueblo Judío asesinado, estremecen desde sus primeros versos. De ese sobrecogimiento se hace eco el comentario que en su momento, a manera de prólogo a la primera edición italiana, Primo Levi confesó tras su lectura, como nos apunta el postfacio a esta edición. Desde la invocación inicial a sus muertos, a sus familiares y a los hijos del Pueblo de Israel, a ese pueblo de los grandes profetas, se alza el grito estremecedor del poeta que se hace así testigo y abogado de los que ya no tienen voz. Una de las costantes de este largo poema es ese grito tronante a los cielos por los que ya no están, por todo ese pueblo, el Pueblo de la Alianza, que está a punto de ser exterminado y destinado a desaparecer. El poeta se hace testigo del horror, de la masacre, de la deshumanizada carnicería del exterminio nazi del Pueblo de Israel. Esa voz se alza a los cielos, pero ya en un grito de desesperanza: Dios queda en entredicho en los versos de Katznelson, como si, extingido el Pueblo de la Alianza, pareciera que los cielos han quedado también huérfanos de su Creador. Parece como si la voz del poeta ya no escuchara, haciendo oídos sordos al primer mandamiento: "Escucha, Israel: Yahveh nuestro Dios es el único Yahveh. Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estas palabras que yo te dicto hoy" (Deuteronomio 6, 4). Con un tempo casi veterotestamentario, el poema se desgrana a modo de un largo lamento, que se sabe última voz, último testimonio de un pueblo, de una cultura, de una fe. El poeta se siente radicalmente solo, tanto que hasta parece que ha perdido la fe. "Aunque tuviera razón, no hallaría respuesta, ¡a mi juez tendría que suplicar! Y aunque le llame y me responda, aún no creo que escuchará mi voz" (Job 9, 15-16). Katznelson ha perdido la esperanza: ha perdido a su mujer, a sus hijos, a su gente, a su ciudad y prácticamente ya a su pueblo. La tensión del poema va in crescendo cuando llegamos al canto sobre la caída del gueto de Varsovia, último baluarte de la resistencia contra el horror nazi. El poeta cae en una profunda desesperación. Los poemas dedicados a su mujer estremecen hasta las lágrimas. Y aún así, el poeta supera al hombre deseperado: la voz se alza para dar testimonio, para clamar al cielo que no responde, para dejar, más que una crónica, la experiencia vital del mal radical, sufrido en carnes por un Pueblo bendecido por Dios y masacrado por el hombre. Su máxima preocupación como poeta: que no se perdieran estos poemas, que alguien, más adelante, pudiera leerlos, para sacar del olvido a todo ese pueblo al que se quiso borar de la Historia. Su máxima preocupación como hombre: seguir gritando hasta su último aliento, clamando al cielo por tanto dolor y sufrimiento. El grito de Job y el de Katznelson solo encuentran respuesta, para un cristiano, en la Cruz de Cristo: "En Jesucristo, el propio Dios va tras la "oveja perdida", la humanidad doliente y extraviada [...] En su muerte en la cruz se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical. Poner la mirada en el costado traspasado de Cristo, del que habla Juan (19, 57), ayuda a comprender lo que ha sido el punto de partida de esta Carta encíclica: "Dios es amor" (1Jn 4, 8). Es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Ya a partir de allí se debe definir qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar" (Benedicto XVI, Deus caritas est, 12).