La cantidad de retos que nos plantea el presente, los que se nos dibujan en el porvenir, podrían hacernos palidecer, más a muchos de los que nos llamamos cristianos pero que, en el fondo, somos de una debilidad indigna de ese nombre. O, al menos, es mi caso. ¿Cómo voy a conciliar mi fe con un mundo cada día más lleno de promesas tecnológicas para una vida confortable, sin necesidad de Dios?