Hace ya muchos siglos (324) que un joven sacerdote alejandrino llamado Arrio recorrió las calles y plazas de Alejandría, cantando canciones recitando hermosas poesías con las que ganaba al público sencillo, a favor de su causa: él había, por fin, desvelado el misterio de Jesucristo: aquel hombre cuya doctrina todos seguían y que había arrebatado el corazón del imperio romano: Jesús de Nazaret, era un hombre maravilloso, su enseñanza tenía un profunda coherencia y atractivo, hasta el punto de que merecería ser llamado Dios, pero sencillamente no lo era.