El día de la gran fiesta de la Purificación, cuando todo el Templo de Jerusalén era un hervidero de personas de toda clase y condición que entraban y salían, Jesús llegó sonriente con sus discípulos y, enseguida, la multitud le reconoció y le rodeaban con gran alegría. De repente, Jesús se paró contempló a aquellos hombres y mujeres a quienes conocía bien, levantó la voz y exclamó: “Si alguno tiene sed, que venga a mí y beba, El que cree en mí, como dice la Escritura; de lo más profundo de su ser brotarán ríos de agua viva” (Io 7, 37).