Los tres chavales se movían y jugueteaban en torno a la pequeña cola que se había formado ante el portón de acceso al salón de actos del Museo del Romanticismo, en la fachada opuesta a la entrada principal de la calle madrileña de San Mateo. El reciente cambio de nombre –antes se llamaba Museo Romántico– me parece un acierto, por la mayor precisión terminológica. Eran casi las siete de la tarde y soplaba una brisa serrana bastante fría, muy propia de finales de febrero. La madre, bastante joven, delgada, seguía atenta los movimientos de sus hijos y procuraba calmarlos, cuando le parecía que podían molestar a alguien. Se abrieron las puertas y en pocos minutos el salón, no muy grande, se llenó. La mayor parte del resto de ocupantes de la estancia parecía gente del barrio, más bien mayor, aunque había unos pocos con pinta de estudiantes de bachillerato o de primeros cursos de universidad o quizá del conservatorio…