La envidia puede ser sana, cuando no hay tristeza por el bien ajeno, y yo siento envidia leyendo unas palabras que cita Scott Hahn en su libro “La cena del Cordero”: “A los cristianos ucranianos les gusta contar la historia de cómo sus antepasados ‘descubrieron’ la liturgia. El año 988, el príncipe Vladimiro de Kiev, a punto de convertirse al Evangelio, envió emisarios a Constantinopla, capital de la Cristiandad de Oriente. Allí fueron testigos de la liturgia bizantina en la catedral de Santa Sofía, la iglesia más grandiosa del Este. Después de familiarizarse con el canto, el incienso, los iconos -pero, sobre todo, la Presencia-, los emisarios informaron al príncipe: ‘no sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra. Nunca hemos visto tanta belleza (...). No podemos describirlo, pero esto es todo lo que podemos decir: allí Dios habita entre los hombres’".